CULTURA Y DERECHO A LA CULTURA

Por: Antonio Tello

Desde el siglo XVIII, en Occidente, la Revolución Industrial generó profundas transformaciones en todos los órdenes de la vida social e individual orientadas al bienestar general, del que, no obstante, muchos seres humanos quedan marginados.

La aceleración de los avances científicos y tecnológicos determinada por la Revolución Industrial transformó profundamente primero las sociedades occidentales y luego las del resto del mundo, dando lugar a una concepción de la cultura vinculada al orden económico capitalista, que condicionó el acceso a ella no obstante las premisas igualitarias del sistema democrático.

Comenzada la tercera década del siglo XXI, cuando el sistema económico ha entrado en una fase de radical concentración de capitales y las desigualdades entre países y clases sociales son cada vez mayores, la primera pregunta que hemos de hacer es ¿de qué hablamos cuando hablamos de cultura?

La palabra “cultura” tiene su raíz en el vocablo latino “culturam”, que deriva de “cultum”, que significa acción de cultivar o practicar algo. De aquí se deduce que cultura equivale a cultivo, especialmente de las facultades humanas. Por lo tanto, una significación más amplia nos lleva a considerar que el fruto de tal cultivo es el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de evolución artística, científica y técnica, que se da en una época, pueblo, grupo social, etc. Extendiendo su campo semántico a la civis democrática, la cultura es el conjunto de valores -igualdad de derechos, libertades, dignidad y obligaciones- que los ciudadanos reconocen como necesarios para la convivencia pacífica. Desde este punto de vista, la cultura cívica puede considerarse expresión de la cultura política, en tanto los ciudadanos aceptan y adhieren a la autoridad política que emana de un régimen democrático, en la creencia, asentada en la confianza y voluntad de los ciudadanos, de que puede influir en las decisiones de tal autoridad.

En términos generales, la cultura es el conjunto de modos de vida y costumbres, conocimiento y grado de evolución artística, científica y tecnológica experimentado y asimilado por un grupo social. Dicho de otro modo, la cultura constituye el sustrato espiritual y cognitivo que fragua las identidades sociales y pautas de conducta que determinan las relaciones individuales y colectivas en el curso evolutivo de las civilizaciones. Pero esta definición tentativa se complica sobremanera a raíz de la aceleración de los avances científicos y tecnológicos producidos por la Revolución Industrial y los progresos políticos generados por las revoluciones liberales acaecidas en Occidente a partir del siglo XVIII.

Por entonces, las revoluciones de Estados Unidos contra la metrópolis colonial y de Francia contra el Antiguo Régimen dieron lugar al desarrollo de sociedades organizadas políticamente en democracias parlamentarias y económicamente en territorios liberados para el comercio de la producción mercantil. En este sentido, la bandera de la libertad no fue agitada en favor de los individuos, sino de la libertad de comercio acorde con el ideario liberal. Según éste, la libertad es un derecho natural, por lo tanto, un derecho anterior y superior a todo ordenamiento y poder social, los cuales no pueden oponerse a la voluntad del individuo que aspira al progreso social, científico y tecnológico y que sólo se confronta con la competencia, factor que, según el liberalismo, establece el necesario equilibrio social y económico. En este contexto, la doctrina liberal sostiene que el rol del Estado ha de limitarse a controlar los excesos del individualismo, velar por los derechos humanos y la propiedad privada frente a las tentaciones autoritarias de las masas obreras, y asegurar el libre juego de las leyes mercantiles.

Estos postulados liberales chocan frontalmente con la tradición republicana, que entiende la libertad como no dominación de unos sobre otros. Para el republicanismo de tradición greco-romana, la libertad individual no existe en sí misma sino como expresión de la libertad colectiva considerada como un todo. Esto significa que la libertad emana de las instituciones políticas republicanas y de las leyes que garantizan la convivencia, la salud y la felicidad de los ciudadanos en el marco de la comunidad. Es decir, que los ciudadanos libres hacen las leyes y éstas hacen y garantizan la libertad como un bien común de la ciudadanía. Cada individuo es libre en la medida que todos los demás lo son.

Sin embargo, la modernidad occidental, caracterizada por el tránsito de una economía artesanal a la industrial, quedó sujeta a las doctrinales liberales que conformarían un sistema político -las democracias parlamentarias- y el nuevo orden económico mundial de carácter capitalista. No es casualidad que el motor de las revoluciones liberales haya sido el control de la industria y el comercio. La revolución norteamericana tuvo su chispa en el Motín del té de Boston[i], la de la Revolución francesa en el anquilosamiento de las estructuras institucionales del Antiguo Régimen y los privilegios de la nobleza frente al creciente poder económico de una burguesía que se veía limitada en sus aspiraciones de poder, y las guerras de emancipación de las colonias españolas iniciadas en 1810, en la necesidad de romper con el monopolio comercial que imponía la Península.

En este nuevo escenario político determinado por los avances científicos y tecnológicos y el ideario liberal, el desarrollo de los nuevos medios de comunicación y su proyección en el imaginario colectivo de nuevos iconos culturales promovieron a su vez profundos cambios en hábitos, costumbres y gustos que dieron lugar a la llamada cultura de masas, concepto que afectó también a la concepción tradicional de cultura y abrió las puertas a lo que algunos sociólogos llamarían industria cultural y otros industria del entretenimiento.

En este punto, la cultura de masas surgió como un fenómeno democrático frente al cual las elites sociales opusieron como sello de distinción la “alta cultura” apropiándose, principalmente, de las creaciones que conformaban el continuum del arte clásico. No pocos aceptaron esta oposición como natural sin pararse a pensar que esta aceptación cargaba infundadamente en la espalda de los artistas genuinos la responsabilidad de producir un arte sólo para las clases dominantes.

Por otro lado, en la cultura de masas, la permanente tensión de sus producciones entre autenticidad y comercialidad expuso como contradicción en tanto esta última responde al gusto masivo y, por tanto, atiende al consumo de la sociedad, dándole el carácter propio a la cultura de masas. Y aquí radica el origen de la confusión de la cultura de masas con la genuina cultura popular, que propicia el llamado arte popular o “pop art”. Es por este motivo que algunos sociólogos prefieran distinguir la cultura popular, cuyas producciones expresan la vida tradicional de un pueblo, de la cultura de masas denominando a esta cultura de consumo -música, cine, moda-, la cual ha servido a las grandes potencias capitalistas, especialmente EE.UU., para imponer y universalizar aspectos fundamentales de su estilo de vida y favorecer la penetración de sus grandes corporaciones.

Pero más allá de esta instrumentación de la cultura de consumo como soporte de la hegemonía política, económica y cultural de los centros de poder capitalista sobre el resto de los países, la confusión no sólo ha devaluado la consideración de la cultura como agente de un desarrollo sostenible para los pueblos, sino que la extendida expresión “industrias culturales” ha legitimado en el imaginario social el concepto de cultura como producto mercantil determinando que los gobiernos impulsen políticas culturales condicionando sus producciones a una rentabilidad, ya sea ésta económica o política de impacto electoral.

Complementando la aproximación a una definición de cultura dado en los primeros párrafos, cabe apuntar que la Organización de las Naciones Unidas, para la Educación y la Cultura, entiende como tal al “medio de transmisión de conocimiento y el producto resultante de ese conocimiento, tanto pasado como presente es (por tanto) un elemento facilitador e impulsor del desarrollo sostenible, la paz y el progreso económico. En su forma multifacética, aúna a las sociedades y las naciones. Son éstas las que reconocen el valor excepcional de su patrimonio construido y natural; las comunidades manifiestan la importancia de sus usos, representaciones, técnicas y conocimientos para afianzar el sentimiento de identidad y continuidad; y, a través de las industrias creativas y culturales, las mujeres y los hombres, especialmente los más jóvenes, se incorporan al mercado laboral, impulsan el desarrollo local y alientan la innovación”.  Entendida así, la cultura se manifiesta como un valor determinante del desarrollo y el acceso a ella es un derecho encuadrado en el marco de los derechos humanos, siendo, por tanto, de naturaleza ética.

El acceso a la cultura como derecho humano se planteó por primera vez en el Fòrum Universal de las Culturas, celebrado en Barcelona, en 2004, y tres años más tarde se reforzó la propuesta con la Declaración de Friburgo. El fundamento principal enunciado por el Grupo de Friburgo es que no se puede hablar de medioambiente, ni de libertad de expresión, ni de ninguna otra cuestión relacionada con el desarrollo social, la igualdad, la justicia y la identidad de los pueblos y los individuos, si no se tiene el conocimiento o los medios para expresarse.

El artículo 27 de la Declaración Universal de los DD. HH. dice en el primer apartado que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente de la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten” y en el segundo que “toda persona tiene derecho a la protección de los derechos morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora”. La primera parte no sólo legitima el derecho de todo ciudadano, cualquiera sea su condición, a acceder a la cultura y el conocimiento, sino que al mismo tiempo invalida la existencia de una cultura exclusiva de una determinada clase social, en la medida que reivindica el derecho de todo ciudadano de disponer de las herramientas y el conocimiento necesarios para “gozar de las artes y de participar en el progreso científico”.

De modo que los derechos culturales atañen a la participación en la cultura, el patrimonio cultural, los derechos de autor, el acceso a la cultura de las minorías, la producción cultural y artística y la lengua, en condiciones de igualdad, dignidad humana y no discriminación. Aquí la mención de la lengua es relevante al señalarla como un bien común de una comunidad de hablantes que ningún grupo o clase social puede malversar en función de intereses y reivindicaciones particulares.

Los derechos culturales como parte de los derechos humanos vinculados asimismo al desarrollo humano manifiestan, en tanto valor ético, la idea fundamental de que no es posible implementar prácticas sostenibles que combatan las causas estructurales de la pobreza y las desigualdades y crear las condiciones propicias para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, sin un profundo conocimiento de la identidad cultural de los pueblos.

Estas razones inspiraron el programa que la Asamblea General de la ONU adoptó el pasado 25 de septiembre para la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y que el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que entró en vigor en 1976 reconocía incorporando en detalle los derechos culturales, entre ellos el de la obligatoriedad de la enseñanza primaria, la promoción y difusión del conocimiento científico, la actividad creadora y la cultura respetando la libertad de sus actores.

De aquí que las políticas culturales impulsadas por los gobiernos deben superar las interpretaciones de la cultura como vehículo de rentabilidad económica o política relacionándolas con las producciones del entretenimiento y el asistencialismo como soporte de ciertas actividades o producciones culturales públicas. La cultura, como expresa el articulo 2 de la Declaración de Friburgo de 2007, debe entenderse como un término que “abarca los valores, las creencias, las convicciones, los idiomas, los saberes y las artes, las tradiciones, instituciones y modo de vida por medio de los cuales una persona o grupo expresa su humanidad y los significados que da a su existencia y desarrollo”. Pero, como dice el filósofo francés Patrice Meyer-Bisch, director durante treinta años del Grupo de Friburgo, para que un derecho sea real y universal hay que tener acceso a él, de modo que esta concepción de la cultura es compatible con la tradición de libertad republicana, pero no con la de cuño liberal vigente en la que prevalece el derecho natural que, al legitimar la ley del más fuerte, excluye de la cultura a los sectores más vulnerables de la población.


[i] Motín del té de Boston. El 16 de diciembre de 1773, colonos americanos echaron al mar el cargamento de té de barcos británicos, en el puerto de Boston (Massachusetts) como protesta contra los impuestos que favorecían a la Compañía Británica de las Indias Orientales.

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