Por: Tomás Sánchez Rubio

En las hilaturas inglesas movidas por vapor y agua trabajaban en la década de los treinta del siglo XIX más de veinte mil niños entre los ocho y los doce años. Desde febrero de 1837 hasta abril de 1838, Charles Dickens, autor especialmente sensible respecto a la situación de la infancia en su época, publicaría, por entregas en la revista Bentley´s Miscellany, su segunda novela, Oliver Twist. La obra, una de las primeras narraciones que podemos denominar como “de denuncia social” en la historia de la literatura, llamaba la atención sobre diversas lacras de la sociedad de su tiempo, como lo era la cruel inserción de los niños en el mundo laboral, o bien la utilización de estos para la comisión de delitos. En ese y otros escritos, Dickens retrató el alma colectiva de una ciudad, Londres, que encarnaba entonces toda la miseria y la grandeza de la conocida como Revolución Industrial, una época histórica controvertida, vertiginosa, implacable… Dickens se hace eco de la deshumanización cotidiana en que el “progreso” había sumido a una sociedad incapaz de asimilar los inabarcables cambios que la industrialización acelerada estaba provocando. La sensación de indefensión que transmite su literatura, así como la de otros contemporáneos, es clara; si bien tendría Dickens la cualidad de haber conocido en carne propia el sufrimiento descrito. El encarcelamiento de su padre por deudas lo obligó a dejar la escuela y a trabajar desde muy pequeño en una fábrica de betún junto al Támesis. Su infancia se va a ver reflejada no solo en Oliver Twist, sino en el protagonista de David Copperfield, su primer gran éxito, o bien en la figura del pequeño Pip en Grandes esperanzas. Todos serán el pequeño Charles: tres niños desamparados obligados a vivir privados de una niñez sencillamente normal… No obstante, su parca formación autodidacta no le impidió, como ha ocurrido en el caso de otros grandes escritores y escritoras a lo largo del tiempo, consagrarse y ser reconocido por generaciones de lectores. Con veintisiete años, llegó a ser el novelista más popular y reconocido de Inglaterra. Más tarde, utilizando el humor y el mejor género de sátira, Dickens consigue en Tiempos difíciles (1854) denunciar el trato dispensado por los empresarios a los trabajadores y trabajadoras en plena Revolución Industrial, prescindibles manos que operaban mecánicamente las máquinas que manejaban. Es esta novela la que mejor expone el salvajismo y las miserias de la época: el mejor, pero también el peor de los tiempos…
Hacia 1811, un año antes del nacimiento de Charles Dickens, se cuenta que un tal Ned Ludd incendió varias máquinas textiles a modo de respuesta a las represiones que el proletariado estaba sufriendo ya en aquellos momentos. Su acción constituiría la base del movimiento ludita o ludismo, surgido en la Primera Revolución Industrial, aparentemente como oposición violenta a la mecanización, así como a toda forma de tecnología del mundo moderno en general. Su actuación prendería en una larga serie de protestas generalizadas, acompañadas por la destrucción total o parcial de maquinaria, que se extendería entre los años 1811 y 1816. Como explicación de los hechos se considera que, debido a la automatización y el desarrollo de la maquinaria, los artesanos ingleses, ante la posibilidad de ser sustituidos por dichas innovaciones, protestaron de manera contundente y continuada con el fin de no perder su empleo. De esta forma, el rechazo al uso de las máquinas vendría justificado con el fin de proteger a los trabajadores menos cualificados, así como dotados con menos recursos. La máquina de hilar y los telares industriales fueron algunas de las innovaciones contra las que se tomaron posiciones los defensores de esta corriente.

Respecto a la figura del precursor, no obstante, encontramos en otras fuentes que fue en 1779 cuando Ludd, trabajador británico del condado de Leicester, “en un ataque de furia”, rompió dos telares o tejedoras mecánicas de una fábrica, pasando a convertirse en un icono para los impulsores de la futura rebelión “antimaquinista”. El incidente inspiraría, pues, su transformación de hombre común en el siglo XVIII a héroe del proletariado en el XIX. El acto puntual del artesano Ned Ludd o Ned Lud —posiblemente nació Ned Ludlam—, originario de la aldea de Anstey, pero de cuya existencia realmente no se ha encontrado prueba real alguna, serviría, pues, de inspiración para el folclórico personaje posterior. En efecto, durante los disturbios acaecidos a partir de 1811, el personaje conocido como «Capitán Ludd» —también llamado “Rey” o “General” entre otras pintorescas denominaciones— se convirtió en el remitente de cartas amenazantes dirigidas a propietarios y empresarios.
Sea como fuere, el caso es que el movimiento ludita se materializó en una Gran Bretaña que se abría a la industrialización, coincidiendo con las desastrosas Guerras Napoleónicas, que impusieron por su parte en el país un clima económico difícil y endurecieron unas condiciones laborales ya de por sí muy arduas. Las acciones comenzaron en Nottingham en noviembre de 1811, expandiéndose muy rápidamente por el país en los años siguientes. Y fue precisamente el bosque de Sherwood —hogar de otro popular héroe británico, el legendario Robin Hood— desde donde Ludd, o más bien sus “admiradores”, firmaban misivas en su nombre, cerca de Nottingham, allí donde las destrucciones de máquinas habían empezado, para propagarse a Yorkshire, principal centro lanero del país, y después a la región de Mánchester, cuna del capitalismo industrial.
La reacción del gobierno y las clases dirigentes no se hizo esperar: se mandaron fuerzas mercenarias para sofocar la revuelta, y, en febrero de 1812, la Cámara de los Lores examinaría una propuesta de ley, ya adoptada por la Cámara de los Comunes, que establecía la pena de muerte por romper maquinaria. Hacía cuatro meses que la destrucción de telares industriales y otras máquinas usadas en la industria textil se multiplicaba en el norte de Inglaterra. Los grandes propietarios de tierras cerrarían filas, contra las revueltas populares, con otros privilegiados: la nueva clase de fabricantes que en cierto modo despreciaban por su falta de pedigrí, y que estaban poniendo en marcha lo que se denominará en adelante Revolución Industrial. El edificio social de todo un Imperio se hallaba en flagrante peligro.
Solo un hombre, el único en esta magna asamblea, se negará a la instauración de la pena capital para los “antimaquinistas”: un joven poeta aún no demasiado reconocido todavía, George Gordon Byron, o simplemente Lord Byron. Aunque pronunciará un brillante discurso apasionado y sincero, su elocuencia no bastaría para convencer a los lores. No obstante, la postura de Byron indicaba que la causa de los rompedores de telares había despertado simpatías entre algunos intelectuales. Tengamos en cuenta que algunos escritores políticos a caballo entre el XVIII y el XIX, como William Godwin y Jeremy Bentham, postulaban ya una organización social basada en la felicidad de la mayoría, no en la economía. La máquina al fin y al cabo quedaba como algo ajeno al trabajador, como ese objeto cuya eficiencia eliminaba puestos de trabajo, reducía el salario y enajenaba a la persona del proceso productivo.

Parece claro que el ludismo no fue un evento aislado, sino que formaba parte de una larga historia de descontento obrero en el siglo XIX británico. Ante el riesgo que suponía la automatización en la Revolución Industrial, la misión del ludismo estuvo basada en la destrucción de la maquinaria industrial, así como la extensión de un movimiento que promoviese el boicot a dichas innovaciones. Teniendo en cuenta la baja cualificación y los bajos salarios de los artesanos, la alternativa generada suponía una gran amenaza que los llevó a movilizarse. No obstante, según otros expertos, el ludismo no estaba en contra de la innovación, sino de la falta de adaptación a dichas innovaciones, ya que aquellos que no se adaptasen correctamente perderían su trabajo. Por tanto, lo que también defendería sería la exigencia de que la innovación fuese de la mano de una capacitación de los trabajadores para evitar la destrucción del empleo.
Una versión rural del ludismo tendría lugar en 1830, en los conocidos como “Disturbios de Swing”, durante los cuales diversos campesinos atacaron y rompieron máquinas trilladoras…
No me resisto, por mi parte, a acabar este modesto artículo sin compartir con los lectores y lectoras un par de reflexiones comunes a otras personas:
A veces se habla de una vuelta al ludismo en nuestros días. En la era de la revolución digital y el plus ultra de la robotización, ese “neoludismo”, más allá de defender determinados intereses económicos de grupos desprotegidos, parece venir a cuestionar la capacidad de cualquier nueva tecnología de poder resolver los problemas actuales, como por ejemplo la degradación del medio ambiente, o la inminencia de una guerra nuclear o biológica, sin desarrollar a su vez otros potenciales problemas.
Por otro lado, en un mundo donde cada vez somos más aficionados a colocar etiquetas, se habla, cada vez con mayor insistencia, de personas tecnófobas y tecnófilas. Las primeras mostrarían diversos grados de aversión a la tecnología: desde un simple rechazo a los dispositivos tecnológicos hasta un miedo irracional a las nuevas tecnologías, pudiendo ello causar graves problemas de aislamiento o de falta de socialización. La denominación de tecnófilo más que al defensor a ultranza del progreso tecnológico, parece más bien aplicarse a quienes acaban sufriendo cotidianas alteraciones del estado de ánimo debidas a la adicción real a los aparatos tecnológicos: nerviosismo, insomnio y ansiedad. Parece claro que se puede llegar a situaciones de fracaso escolar o agresividad, aparte de problemas graves de relación con los demás. La creciente dependencia al uso de teléfonos inteligentes se puede identificar con ciertas reacciones irracionales, como son la incapacidad de dejar el móvil durante una conversación, el sentir pánico ante la falta de batería, la frustración o sensación de soledad por no tener cerca el aparato…
En fin, es un tema complejo; quizá más de lo que parece… Dejo a los lectores y lectoras la libre consideración y opinión sobre el asunto.