Por: Antonio Tello

¿Por qué los golpes de Estado ya no son militares? A pesar de las cruentas dictaduras que se sucedieron en América Latina, Sudeste asiático y África a partir de la década de los setenta del siglo pasado, el recurso a la violencia militar ya había entrado en fase terminal si nos atenemos a que el golpe del general Pinochet en Chile fue precedido por un golpe de mercado, impulsado por el neoliberalismo de Milton Friedman, por entonces gurú de la llamada Escuela de Chicago, cuyo éxito debía asegurarse en un momento álgido de la Guerra Fría.
Desde el final de esta guerra, representado por la caída de la URSS, se impuso sobre los cimientos del pensamiento neoliberal un nuevo orden económico internacional ya liberado de las tensiones ideológicas entre los bloques del Este y del Oeste, y favorecido por los extraordinarios avances tecnológicos, especialmente en el campo de las comunicaciones. De este modo, en un mundo hegemonizado por la economía globalizada, las grandes corporaciones tomaron el control político planetario a través de sus tecnócratas y desactivaron tanto las revoluciones populares como los ejércitos locales que, hasta entonces, les habían servido de brazo armado para asegurarse la disponibilidad de los recursos naturales y el predominio geoestratégico de las grandes potencias occidentales, especialmente de EE.UU., sobre distintas regiones del mundo.
Desde este momento histórico, los Estados democráticos tal como habían sido concebidos empezaron a debilitarse y a hacerse más permeables a la presión de los grandes centros del poder económico que, progresivamente iban infiltrando en la clase política a sus agentes, quienes fueron tomando posiciones importantes en los parlamentos, las judicaturas y los ejecutivos y, al mismo tiempo que ponían en tela de juicio la eficacia del Estado para gestionar la res publica, iniciaron un proceso de desmantelamiento mediante la privatización -tercerización- de los servicios y de los recursos naturales, muchos de ellos de gran importancia estratégica para la seguridad y la salud de los ciudadanos. De hecho, éstos pasaron a un lugar secundario en la acción seudo política de los gobiernos tecnócratas, los cuales privilegiaron los beneficios de los grandes grupos económicos, que constituyen lo que se ha dado llamar “mercado”.
En este contexto, el malestar y las tensiones de la ciudadanía, en especial de la clase trabajadora no pocas veces fueron aprovechadas por el poder económico para hacer “correcciones” en el plan estratégico de dominio o bien por las oligarquías domésticas que luchan por un espacio vital que les permita mantener sus privilegios de clase.
Así, mientras hasta la caída del bloque soviético se recurría a la fuerza militar para neutralizar la democracia y las acciones políticas emanadas de sus tres poderes en beneficios de sus intereses, ahora se apela a la violencia “civilizada” ejercida desde las instituciones ocupadas y colonizadas por el poder económico. Este nuevo estilo golpes contra las leyes fundamentales del Estado democrático, que, aunque débil sigue siendo el último refugio de los derechos del ciudadano, si bien aparece desprovisto de la violencia explícita de las armas, lleva implícita una violencia de salón; una forma de coerción “pacífica” al Estado de derecho valiéndose de los derechos y libertades que éste les proporciona desde sus instituciones.
Los síntomas de este tipo de acciones son los comportamientos autoritarios y el supremacismo, a veces combinado con victimismo, de la clase social o grupo golpista; el nulo compromiso de estos grupos con las reglas democráticas, aunque ellas estén en sus bocas como banderas de sus propósitos; la escasa o inexistente empatía con las minorías políticas y sociales, que en no pocas ocasiones suman mayorías, y la permanente descalificación y negación de legitimidad de los rivales políticos.
En este proceso de degradación de las instituciones democráticas y de menoscabo de la política, la cual ha resignado su cometido social a las exigencias de la economía, tienen gran responsabilidad los partidos políticos tradicionales que han permitido su colonización tecnocrática y la clase dirigente que parece haber dejado de lado el principio de honestidad política. En ésta, en la honestidad política, se asientan en la voluntad de los agentes políticos de aceptar las discrepancias entre ellos, y la responsabilidad en el uso comedido del poder institucional.
La falta de tolerancia y responsabilidad es la brecha por la que se cuela la mala praxis de la política, la cual se traduce en la politización de los tribunales, la judicialización de la gestión gubernativa, las injerencias del poder ejecutivo en el legislativo, las manipulaciones partidistas del sistema electoral y el menosprecio de los opositores. Por esto, si la clase política quiere recuperar su prestigio y el control de la gestión de los asuntos públicos es indudable que los partidos deben iniciar una profunda regeneración ética que los emancipe de la servidumbre a los mercados y los aleje de las tentaciones de la violencia “civilizada”, con el propósito de alcanzar una redistribución más justa de la riqueza y devolver al ciudadano al centro de la actividad política en el marco del Estado de derecho.