PALABRAS CON HISTORIA: VIDA

Palabras con Historia

Por: Marcos López Herrador

Facultad de los seres que la poseen para nacer, crecer, metabolizar, renovar la propia sustancia, reproducirse y morir que tienen los animales y las plantas.

Probablemente, estemos ante uno de los conceptos cuyo significado consideramos más evidente, y que, sin embargo, resulta más difícil de definir. No hay más que tener ojos para ver que la vida existe y saber de ella.

La vida, que se manifiesta en una ilimitada cantidad de formas, desde virus, organismos unicelulares, organismos microscópicos, vegetales y animales, resulta, sin embargo, un fenómeno que, a pesar de los actuales avances científicos, no conocemos que se dé en parte alguna fuera de nuestro planeta.

Podemos deducir por puro cálculo lógico que la vida no puede ser exclusiva del planeta Tierra, y que por fuerza debe darse, con toda seguridad, en otros lugares del universo, dada su inmensidad, pero lo cierto es que, hasta la fecha, sólo se conoce su existencia en el planeta que habitamos.

La vida a la que me refiero es la vida biológica, en contraposición a la materia inerte a la que también aplicamos a veces este concepto cuando nos referimos al ciclo comprendido entre su aparición y destrucción, como es el caso, por ejemplo, de la vida de las estrellas.

Desde un punto de vista biológico, la vida puede definirse como un estado especial de la materia alcanzado por estructuras moleculares, con capacidad para desarrollarse, mantenerse en un ambiente, reconocer y responder a estímulos y reproducirse, permitiendo su continuidad.

De todas las formas de vida que conocemos, es la del ser humano la que alcanza el mayor grado de perfección conocido.  El hombre, además de realizar las funciones vitales que caracterizan a los seres vivos, es el único capaz de tener consciencia de su propia existencia y de la del mundo que le rodea. Es el único ser capaz de pensar, sentir y crear, transformando su entorno y sus condiciones de vida, disponiendo además de voluntad para hacerlo.

Para los cristianos, la vida del hombre no es sólo digna por el hecho de existir, sino que se engrandece por su peculiar origen y naturaleza, pues tiene en sí el brillo divino de quien procede. Según la Biblia, Dios respiró su aliento sobre aquel ser formado del polvo de la tierra, y ese aliento lo convirtió en un ser viviente, enriquecido con la vida del mismo Dios. Por eso, afirma el Génesis que Dios hizo al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza.

Para un cristiano, por tanto, la vida humana es sagrada.

Desde los tiempos históricos más remotos, la vida humana ha sido considerada como un bien digno de protección y defensa. Por consiguiente, todo atentado contra la misma ha sido reprobado y condenado moralmente. La vida ha sido considerada como un valor fundamental y como un derecho cuya defensa es recogido en las constituciones de la mayor parte de los países civilizados.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, con el inicio de la revolución sexual, el libre disfrute de la propia sexualidad encontró un grave obstáculo en sus consecuencias, que no son otras que la concepción; es decir, la posibilidad de embarazo. Esto pone a la mujer en una situación de desventaja en relación con el hombre, que jamás pasa por ese trance, por mucho que se ejercite en el sexo. Un feminismo creciente y cada vez más radicalizado ha ido abriendo camino a la idea de que interrumpir un embarazo no deseado es un derecho de la mujer, hasta el punto de conseguir que la legislación vigente recoja ese punto de vista.

El vuelco ha sido tan radical que quienes sostienen que la vida es un valor supremo, que ha de defenderse por encima de todo, que es un derecho inalienable, que ha de ser protegido, especialmente en quienes están más indefensos por no haber nacido; que existe la vida humana desde el momento de la concepción, y que no puede existir un derecho que prevalezca por encima del derecho a la vida, son tratados de ultraconservadores, ultracatólicos, reaccionarios o machistas. Estigmatizados, en definitiva, por quienes defienden que la defensa del derecho al aborto es un valor moral superior a la defensa de la vida.

El dilema moral, radical y crítico, que este asunto concita, debería ser resuelto por una sociedad madura, en términos de reflexión profunda y serena, a través de la que pudieran evitarse, en la medida de los posibles, la mayor cantidad de perjuicios, tanto para la mujer, que nunca debe ser incomodada por una decisión tan íntima y personal, y que debe recibir la asistencia médica que precise, como para el no nacido, cuyo derecho a la vida nunca decae. Parecería un objetivo imposible, pero debe intentarse. Lo que no parece una solución es la imposición ideológica de una parte de la sociedad que pretende hacer del aborto uno más de los métodos anticonceptivos, salvo que lo que se pretenda sea dividir y enfrentar a la sociedad, excluyendo y estigmatizando a todo el que no asuma como dogma incuestionable el pensamiento hegemónico.

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