La Closerie des Lilas
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Vicente Aleixandre y Merlo nació en Sevilla el 26 de abril de 1898 y murió en Madrid el 14 de diciembre de 1984, está enterrado en el Cementerio de la Almudena de Madrid. Perteneció a la llamada Generación del 27 y recibió el Premio Nobel de Literatura en el año 1977.
Su infancia transcurre entre Málaga y Madrid. Estudia Derecho y Comercio, y durante unos años es profesor en la Escuela de Comercio de Madrid especializándose en Derecho Mercantil.
Su amistad con Dámaso Alonso y sus inquietudes literarias le llevan a leer y a estudiar a los grandes poetas de la literatura universal, como Bécquer y Rubén Darío. Sufre una grave enfermedad y durante su recuperación se dedica a escribir poesías que son publicadas en las revistas culturales más importantes de la época, consiguiendo gran éxito. Ahí empieza su amistad con los otros componentes de la Generación del 27, como Federico García Lorca y Luis Cernuda. En 1934 recibe el Premio Nacional de Literatura.
Tras la Guerra Civil permanece en España y su obra toma una trayectoria muy personal. En 1949 es nombrado Académico de la Lengua y desde entonces se convierte en maestro y protector de los jóvenes poetas españoles, que acuden a visitarle con frecuencia a su casa de Madrid, donde con frecuencia organiza tertulias literarias.
Su obra se caracteriza por el uso de la metáfora y se le reconoce como el principal poeta surrealista español. Se dice que su trayectoria se divide en tres etapas: una primera de poesía pura (con influencias de Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas y Jorge Guillén), otra de poesía surrealista y una tercera de poesía antropocéntrica.
En 1977 recibe el Premio Nobel, con el que se reconoce universalmente su obra y, en cierta manera, la de toda la Generación del 27. Ese mismo año es condecorado con la Gran Cruz de Carlos III.
DESPUÉS DEL AMOR Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, como el silencio que queda después del amor, yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. Y siento la musical, callada verdad de tu cuerpo, que hace un instante, en desorden, como lumbre cantaba. El reposo consiente a la masa que perdió por el amor su forma continua, para despegar hacia arriba con la voraz irregularidad de la llama, convertirse otra vez en el cuerpo veraz que en sus límites se rehace. Tocando esos bordes, sedosos, indemnes, tibios, delicadamente desnudos, se sabe que la amada persiste en su vida. Momentánea destrucción el amor, combustión que amenaza al puro ser que amamos, al que nuestro fuego vulnera, sólo cuando desprendidos de sus lumbres deshechas la miramos, reconocemos perfecta, cuajada, reciente la vida, la silenciosa y cálida vida que desde su dulce exterioridad nos llamaba. He aquí el perfecto vaso del amor que, colmado, opulento de su sangre serena, dorado reluce. He aquí los senos, el vientre, su redondo muslo, su acabado pie, y arriba los hombros, el cuello de suave pluma reciente, la mejilla no quemada, no ardida, cándida en su rosa nacido, y la frente donde habita el pensamiento diario de nuestro amor, que allí lúcido vela. En medio, sellando el rostro nítido que la tarde amarilla caldea sin celo, está la boca fina, rasgada, pura en las luces. Oh temerosa llave del recinto del fuego. Rozo tu delicada piel con estos dedos que temen y saben, mientras pongo mi boca sobre tu cabellera apagada. AL CIELO El puro azul ennoblece mi corazón. Sólo tú, ámbito altísimo inaccesible a mis labios, das paz y calma plenas al agitado corazón con que estos años vivo. Reciente la historia de mi juventud, alegre todavía y dolorosa ya, mi sangre se agita, recorre su cárcel y, roja de oscura hermosura, asalta el muro débil del pecho, pidiendo tu vista, cielo feliz que en la mañana rutilas, que asciendes entero y majestuoso presides mi frente clara, donde mis ojos te besan. Luego declinas, ¡oh sereno, oh puro don de la altura!, cielo intocable que siempre me pides, sin cansancio, mis besos, como de cada mortal, virginal, solicitas. Sólo por ti mi frente pervive al sucio embate de la sangre. Interiormente combatido de la presencia dolorida y feroz, recuerdo impío de tanto amor y de tanta belleza, una larga espada tendida como sangre recorre mis venas, y sólo tú, cielo agreste, intocado, das calma a este acero sin tregua que me yergue en el mundo. Baja, baja dulce para mí y da paz a mi vida. Hazte blando a mi frente como una mano tangible y oiga yo como un trueno que sea dulce una voz que, azul, sin celajes, clame largamente en mi cabellera. Hundido en ti, besado del azul poderoso y materno, mis labios sumidos en tu celeste luz apurada sientan tu roce meridiano, y mis ojos ebrios de tu estelar pensamiento te amen, mientras así peinado suavemente por el soplo de los astros, mis oídos escuchan al único amor que no muere. TRIUNFO DEL AMOR Brilla la luna entre el viento de otoño, en el cielo luciendo como un dolor largamente sufrido. Pero no será, no, el poeta quien diga los móviles ocultos, indescifrable signo de un cielo líquido de ardiente fuego que anegara las almas, si las almas supieran su destino en la tierra. La luna como una mano, reparte con la injusticia que la belleza usa, sus dones sobre el mundo. Miro unos rostros pálidos. Miro rostros amados. No seré yo quien bese ese dolor que en cada rostro asoma. Sólo la luna puede cerrar, besando, unos párpados dulces fatigados de vida. Unos labios lucientes, labios de luna pálida, labios hermanos para los tristes hombres, son un signo de amor en la vida vacía, son el cóncavo espacio donde el hombre respira mientras vuela en la tierra ciegamente girando. El signo del amor, a veces en los rostros queridos es sólo la blancura brillante, la rasgada blancura de unos dientes riendo. Entonces sí que arriba palidece la luna, los luceros se extinguen y hay un eco lejano, resplandor en oriente, vago clamor de soles por irrumpir pugnando. ¡Qué dicha alegre entonces cuando la risa fulge! Cuando un cuerpo adorado; erguido en su desnudo, brilla como la piedra, como la dura piedra que los besos encienden. Mirad la boca. Arriba relámpagos diurnos cruzan un rostro bello, un cielo en que los ojos no son sombra, pestañas, rumorosos engaños, sino brisa de un aire que recorre mi cuerpo como un eco de juncos espigados cantando contra las aguas vivas, azuladas de besos. El puro corazón adorado, la verdad de la vida, la certeza presente de un amor irradiante, su luz sobre los ríos, su desnudo mojado, todo vive, pervive, sobrevive y asciende como un ascua luciente de deseo en los cielos. Es sólo ya el desnudo. Es la risa en los dientes. Es la luz o su gema fulgurante: los labios. Es el agua que besa unos pies adorados, como un misterio oculto a la noche vencida. ¡Ah maravilla lúcida de estrechar en los brazos un desnudo fragante, ceñido de los bosques! ¡Ah soledad del mundo bajo los pies girando, ciegamente buscando su destino de besos! Yo sé quien ama y vive, quien muere y gira y vuela. Sé que lunas se extinguen, renacen, viven, lloran. Sé que dos cuerpos aman, dos almas se confunden.