PALABRAS CON HISTORIA: BANCA (LOS ORÍGENES)

Por: Marcos López Herrador

Al remontarnos a los orígenes más lejanos en el tiempo, de cuanto es importante para el ser humano, una y otra vez encontramos que las civilizaciones más antiguas se hallan sumergidas en el concepto de lo divino. Así, en aquellos tiempos, el amor, la poesía o la danza se encontraban revestidas de carácter sacro.

Pues bien, por muy sorprendente que pueda parecernos, la banca también estaba revestida de ese carácter sagrado. Tanto es así, que podemos afirmar sin la más mínima reserva que los primeros banqueros fueron los dioses. Eso sí, representados por sus sacerdotes, como jefes espirituales, siempre asociados a los reyes, como jefes temporales de los pueblos gobernados por ellos.

Algo que nos sorprende en principio es que no fuera el crédito el primer servicio que de la banca se requirió, sino que lo que se demandó en aquel inicio remoto fue la seguridad; de ahí su origen sagrado; de ahí que naciese en los templos. Efectivamente, el primer servicio demandado fue el de depósito. Los particulares más ricos e influyentes pedían de los sacerdotes, al principio de forma gratuita y más tarde a cambio de un donativo o comisión periódica, que guardaran sus joyas y enseres de valor en los muy seguros sótanos de los templos, que estaban protegidos por los muros más macizos. Los templos no sólo eran las construcciones más sólidas, sino que tenían que ser las más seguras, porque custodiaban en sus cámaras ocultas los tesoros inmensos y siempre crecientes formados por las donaciones y exvotos de los fieles, que, desde los más lejanos lugares peregrinaban para pedir el favor del dios correspondiente o agradecerle un don recibido.

Los dioses eran inmensamente ricos, pues no solo recibían las ofrendas de los fieles, sino que tenían una parte reservada en los botines de guerra, y además de poseer cuanto se acumulaba en su cámara del tesoro repleta de objetos preciosos, lingotes de metal o barras de sal, al templo pertenecían inmensos dominios de fincas de labranza, donde también se criaba ganado, y en las que se hacinaban esclavos, graneros, casas, otras propiedades inmobiliarias y toda clase de bienes. Todas las operaciones se realizaban en especie, puesto que aún no existía la moneda.

Esta opulencia, además de que los templos estuviesen protegidos por los dioses y de que las leyes proclamaran su inviolabilidad, permitía que los sacerdotes recibieran los depósitos con la plena confianza de los depositantes. Se consideraba que los dioses habitaban realmente los templos, lo que transmitía la impresión de que cuanto ocurría entre sus muros estaba íntimamente ligado a lo divino. Así, cuando un sacerdote negociaba, daba la impresión de que lo hacía en el nombre y por cuenta del dios que allí se veneraba.

Antes de que se generalizara el uso del dinero, los sacerdotes realizaban operaciones de préstamo, si bien es cierto que estas consistían más bien en el arrendamiento por un tiempo de mano de obra, ganado, cereales, aperos agrícolas o tierras, a cambio de un precio o interés que, dada su misión sagrada, los sacerdotes procuraban que fuese moderado.

Aunque excavaciones realizadas a mediados del siglo XX, descubrieron en Caldea los vestigios de un templo rojo, cuya antigüedad se remonta a los 3400-3200 años a.C., podemos afirmar con seguridad que, cuando el monarca amorreo Sumu Abum fundó el Imperio babilónico, entre los años 1894 a 1881 a.C., los sacerdotes sumerios de Uruk, de Ur, de Eridon, de Agadé, de Sippar o de Babilonia, ya practicaban el ejercicio de la banca en sus templos rojos. Perteneciente a esa primera dinastía babilónica, el monarca más grande fue sin duda Hammurabi (1728-1686 a.C.), que extendió sus dominios desde el golfo Pérsico hasta el nacimiento del río Tigris. Dado lo numerosas de las operaciones financieras y comerciales y su importancia, este monarca consideró que era necesario regularlas, pues eran además sumamente complejas, dado que se trataba de una economía premonetaria, donde los cereales, fundamentalmente la cebada, eran utilizados para la regulación de precios, aunque ya se estaba desarrollando el comercio de metales, fundamentalmente en lingotes de oro y de plata. El famosísimo Código de Hammurabi, con sus 282 leyes, vino a regular los distintos aspectos de la vida cotidiana, entre ellos, el préstamo y el depósito de mercancías, estableciendo un tipo de interés para frutos y otros artículos del 33 por ciento y para metales y plata de entre el 12 y el 20 por ciento, que se mantuvieron durante los siguientes veinte siglos.

Por cierto, que es en el Código de Hammurabi donde se asienta el célebre principio de “ojo por ojo y diente por diente”, que a nuestro criterio suena a insoportable crueldad, cuando es una manifestación de exquisita sensibilidad por una justicia proporcionada y equitativa. Téngase en cuenta que, antes de que el desarrollo de este sentido del Derecho se produjera, el resarcimiento de un daño estaba confiado a la venganza, en cuyo uso el que se resarcía solía infligir a su víctima daños desproporcionados y muy superiores al recibido, que, a su vez y por ello, daba derecho a vengarse, produciéndose una cadena de daños sin fin, que raro era que no terminara con la vida de alguno de los implicados. El principio mencionado vino a establecer por primera vez una norma de prudente proporción, equidad y justicia.

Sobre todas las operaciones realizadas en los templos ha quedado constancia de que se llevaba una contabilidad muy minuciosa sobre tablillas de barro cocido. En ellas quedaban anotados los libramientos de recibos, los contratos, la anotación diaria de las operaciones realizadas, que luego se arrastraban a estados mensuales de los que se hacía recopilación a final de año. En esta contabilidad se utilizaba el sistema sexagesimal propio de los sumerios y el sistema decimal aportado por los elamitas. Han quedado evidencias de que sobre algunos de los préstamos se tomaban garantías adicionales, consistentes por lo general en campos, casas o esclavos.

Los imperios, ya fuesen de raza semita, como los sumerios o babilonios, o de raza aria, como los hititas, se sucedieron durante dos mil años sin que esta actividad de los templos se viese afectada. Será necesaria la dominación romana para que la influencia de los templos rojos comience a disminuir progresivamente.

En el Próximo Oriente, los israelitas, cuya civilización venía caracterizada por sus profundas raíces religiosas, poseían sólo un templo, el de Salomón, construido por artesanos fenicios según planos trazados por el rey David, que para ellos era el templo de los templos y coronaba el monte Moria. Allí reposaba el Tesoro sagrado de tiempos de Moisés, que se acrecentaba continuamente con las ofrendas, dádivas e impuestos religiosos. Los sacerdotes no aspiraban a enriquecerse y velaban por cuantos bienes tenían depositados, especialmente por la fortuna de las viudas y huérfanos que les eran confiadas.

En cuanto a la Grecia, que de manera heroica se mantenía independiente de los imperios orientales, frente al Asia Menor, disponía de templos como el Partenón en Atenas, el de Apolo en Delfos, el de Hera en Samos, que también se dedicaban a actividades bancarias, además de ser lugares de oración y peregrinaje. Los dioses griegos en el siglo VIII a.C. eran tan ricos como los babilonios, pero sus sacerdotes realizaban operaciones más simples, pues se limitaban a custodiar los depósitos realizados por el Estado y los particulares, sin obtener ningún interés por ello, así como a administrar los bienes de la divinidad. Es cierto que realizaban algún préstamo, pero estos eran siempre a largo plazo y se hacían a las ciudades.

Con todo, la banca adquirió los atributos básicos que la definen cuando aparece el dinero. Es entonces, cuando los depositantes entregan monedas para su custodia, el momento en el que los sacerdotes se dan cuenta de que aquellos que le han confiado ese numerario no se presentan todos de golpe para retirarlo. En realidad, en la operativa cotidiana, solo una pequeña fracción de depositantes requiere que le sea entregada una cantidad para atender sus necesidades y esto apenas representa una pequeña parte de aquello de lo que son dueños. Los sacerdotes se dan cuenta de que sólo necesitan un importe mínimo para atender esas retiradas, porque también y de forma cotidiana siguen recibiendo depósitos que contribuyen a poder hacer frente a las disposiciones a las que nos referimos. Resulta pues evidente que la mayor parte de la moneda depositada no va a ser retirada al mismo tiempo y, por tanto, puede ser prestada, de modo que se abría la posibilidad de cobrar un interés por esas cantidades para así obtener mayores beneficios.

La banca, de esta forma, pasa de proporcionar seguridad a lo depositado, a tomar dinero en depósito y entregar dinero a préstamo, con lo que quedan establecidas las funciones que básicamente la van a definir.

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