Por Antonio Tello
Muchos jóvenes se adhieren a movimientos ultraderechistas que agitan la bandera de la libertad, para -dicen- ser libres, emanciparse de “la casta política” y liberarse de un sistema opresor. Pero, esta bandera ¿es la real o es un trapo engañoso que conduce a la sociedad a su autodestrucción?
Poco antes de ser guillotinada, durante los días de terror de la Revolución francesa, Madame Roland exclamó «¡Libertad, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Hoy, la frase cobra dramática vigencia ante la amenaza de la ultraderecha libertaria que, bajo la bandera de la libertad, representa para la paz, la vida social, la cultura, los valores éticos y los derechos fundamentales de la sociedad.
- LA LIBERTAD COMO SUBPRODUCTO
La noción de libertad, si bien ha sido expresada y utilizada de muy diversas maneras según los momentos históricos y los contextos políticos y culturales, se define fundamentalmente por la capacidad inmanente del ser humano para obrar de un modo u otro o de no obrar. Por esta vía la libertad alcanzó el carácter de derecho fundamental que, en la actualidad, los intereses particulares han reducido a mero subproducto del orden económico. Todo -desde el cuerpo humano hasta la educación- es comercializable y sujeto a las reglas del mercado.
La noción de libertad fue expresada por los pensadores griegos como una facultad natural del ser humano de acuerdo con la cual el ser humano podía sustraerse al determinismo cósmico, sea entendido éste como Destino o Naturaleza, y también como un concepto social y político que permite a una comunidad humana «regirse sin interferencias de otras comunidades y en cuyo seno los individuos obran acordes con las leyes»[i].
Desde aquel momento histórico, la libertad ha sido objeto de reflexión tanto en el orden filosófico como social, político y religioso. Al margen de otras consideraciones, la libertad es hoy el campo de batalla donde dirimen su hegemonía cultural las concepciones republicana y liberal de la misma y de cuyo resultado depende la felicidad o infelicidad de la mayoría social.
Para el liberalismo, la libertad «es un derecho natural del individuo a quien no cabe poner interferencias a su voluntad» y, consecuentemente, las leyes deben ser hechas para favorecerla. En cambio, la tradición republicana concibe la libertad «como no dominación de unos sobre otros» ya que «la libertad individual no existe en sí misma sino como expresión de la libertad colectiva concebida como un todo». Esto significa que para el republicanismo la libertad no es un derecho natural sino un derecho social que «emana de las instituciones políticas republicanas y de las leyes que garantizan la convivencia en armonía dentro de la comunidad», porque los «ciudadanos libres hacen las leyes y las leyes hacen la libertad». Dicho de otro modo, el individuo es libre en la medida que la comunidad a la que pertenece lo es.

El liberalismo, cuyo correlato emocional es el romanticismo, constituye el fundamento ideológico sobre el cual se ha desarrollado el capitalismo para el cual el individuo y no la sociedad es el motor del progreso científico y tecnológico, paradigma que se consagra con la expresión «iniciativa privada» con alto valor positivo. Esto significa que, mientras para el republicanismo la libertad política se plantea en la espacialidad determinada por el desarrollo económico y cultural armónicos, que permite a los ciudadanos influir en las estructuras e instituciones y orientar las políticas de sus gobiernos, para el liberalismo dicha espacialidad se traduce como mercado, dentro del cual los ciudadanos se convierten en consumidores sujetos a los vaivenes de intereses determinados por el libre comercio. Esto explica los ataques del neoliberalismo al Estado, a sus instituciones y políticas económicas públicas en favor de la «libertad de mercado» y sus leyes cuyo objetivo es el beneficio y no la libertad y felicidad de los ciudadanos en su conjunto. Esto explica, asimismo, las operaciones de descrédito de la política y de la clase política.
Llegados a esta encrucijada, en la que la libertad entendida como «no dominación de unos sobre otros», exige ser reconocida por la comunidad, dado que la felicidad de la ciudadanía depende de la toma de conciencia de los ciudadanos de la amenaza que se cierne sobre ella y de su voluntad de transformar radicalmente el vínculo con sus representantes -políticos, sindicales, gremiales- para recuperar las riendas de la acción política. Sin ésta, la libertad seguirá siendo un subproducto y los ciudadanos esclavos/consumidores del orden económico capitalista e individuos vulnerables a los delirios violentos y radicales de los aventureros de la anti política.
- DEL [MAL] USO DEL DERECHO A LA LIBERTAD
Desde que el 10 de diciembre de 1948 la ONU proclamara la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las nociones de la dignidad humana y de la libertad de los individuos se han extendido en el imaginario de los pueblos creando el marco ideológico propicio para su respeto. Sin embargo, paralelamente, la instrumentalización interesada de algunos de esos derechos ha propiciado un vaciamiento significativo de tales nociones con la consiguiente degradación de la vida social.
Una de las cuestiones fundamentales que se plantean a la aplicación y ejercicio efectivo de los derechos humanos, a los que el liberalismo también pretende llevar al plano económico, está en el uso defectuoso que se hace del derecho a la libertad -de opinión, de expresión, de mercado, por ejemplo- con el propósito de servir a intereses espurios vinculados al poder real, principalmente económico. Reflejos de esta utilización perversa del derecho a la libertad en cualquiera de sus manifestaciones se observan en los medios de comunicación, agencias de publicidad, movimientos conservadores y totalitarios, centros de poder económico, etc., pero también en los ciudadanos que se inhiben de toda participación en los asuntos públicos o que creen que ser libres es hacer lo que les venga en gana. El origen de esta deriva que parece conducir a los pueblos hacia su propia destrucción está en la progresiva hegemonía en el imaginario social del concepto liberal de la libertad sobre el concepto republicano de la misma.
Si se interpreta que la libertad es un derecho natural, como creen los liberales, y que nada ni nadie debe oponerse a él se legitima al individuo para que haga lo que quiera hasta que tope con otro que, en libre competencia, se lo impida. Este principio natural, para el que no valen las leyes, es el que inspira a los llamados libertarios, quienes se han apropiado falazmente de la palabra libertad y abogan por la desaparición del Estado y con él el tácito contrato social por el que la ciudadanía le confiere a éste la soberanía, es decir, su legitimidad. Este principio natural es el que pregonan los medios de comunicación, agencias y ciudadanos haciendo un uso malversado de la libertad de expresión o de opinión convencidos de que este derecho los autoriza a decir lo que quieran, incluso a mentir o difamar.

Una de las creaciones primordiales de la civilización humana ha sido el Estado como un constructo que -independientemente de sus degeneraciones o derivas autoritarias- tiene la función de proteger y velar por la seguridad, el bienestar y la felicidad de los ciudadanos. La libertad de expresión está delimitada por las leyes que emanan de las instituciones de este Estado, pero aun así exige, sobre todo a aquellos que, por su posición social, su cargo o su oficio, gozan de cierta relevancia, una conducta ética y responsable como para saber que una opinión no equivale a una verdad absoluta que debe ser impuesta a golpe de grito y que, si no está lo suficientemente preparado para debatir determinados asuntos, ha de abstenerse de hacerlo en un medio de comunicación u otro medio público capaz de influir en la opinión pública. No es lo mismo que un ciudadano opine entre amigos a que lo haga públicamente un funcionario, un intelectual o cualquiera que esté investido de cierta autoridad y dotado de influencia.
No debe olvidarse que “economía” es una voz de origen griego que significa “administración y gestión de los recursos de una casa” y, por tanto, supeditadas al gobierno de la misma. Esto supone que la libertad de mercado también ha de estar delimitada por las leyes -o debería estarlo- porque, en la medida que la acción política cede poder a la económica y los tecnócratas, ejecutivos, directivos de marketing, etc., colonizan a la clase política, la centralidad del bien común desaparece en favor del interés económico monopolizado por unos pocos. En esta situación, el ciudadano es excluido de la batalla política facilitando el surgimiento de una clase política anoréxica y vulnerable a la corrupción.
El hecho de que las agencias de valores hagan temblar a los Estados aparece como algo difícil de comprender para los ciudadanos, quienes contemplan atónitos cómo la soberanía de los países ha sido secuestrada y el poder económico -representado por los bancos, entidades financieras y compañías multinacionales- se regodean ante el triunfo de los mercados sobre el Estado. Un triunfo inevitable a menos que los trabajadores -desde obreros hasta policías- pierdan su miedo a la libertad emanada de las leyes y actúen cambiando por dentro los partidos políticos, refundando sus sindicatos aburguesados y ocupando las fábricas, supermercados, hospitales y otros centros de trabajo para hacer valer sus derechos y cortar la sangría de la que son víctimas.
- DE LA LIBERTAD Y LA NECESIDAD
En la vida diaria, la libertad suele presentarse como una aspiración confrontada con la necesidad de los ciudadanos. La libertad aparece, así, como una utopía frente a la realidad que viven las sociedades democráticas. Esta equívoca percepción surgida y acrecentada a medida que avanza la colonización de la política por los agentes económicos, hace que la conducta de los individuos siempre esté minada de trampas, que se enmascaran en la necesidad, la cual coarta y condiciona la libertad perpetuando la sumisión del ciudadano.
Los discursos violentos de la ultraderecha procuran explotar sentimentalmente esta frustración y crear, especialmente en el imaginario de los jóvenes, la idea de que la destrucción es la puerta de la libertad y, consecuentemente, de la felicidad civil, cuando, como el sonido de la flauta de Hamelin, los conduce como ratas al abismo.
Desde el trabajador que no apoya una huelga en defensa de sus derechos con el pretexto de que debe mantener a su familia hasta los gobiernos que desdeñan la obra y los servicios públicos -sanidad, educación, cultura, investigación científica y tecnológica, etc.- en favor del déficit fiscal aparecen como ejemplos de necesidad contrapuestos a luchar efectivamente por el bienestar y la libertad sociales. Salvarse en nombre de la necesidad sin contar con el otro es, en definitiva, un gesto egoísta y censurable. Un gesto contrario a la naturaleza gregaria de la especie humana. Toda apelación a la libertad ha de tener como meta el bien común y entenderse como un impulso de la voluntad de cada ciudadano comprometido con la construcción de una sociedad más justa y equitativa.
- COLAPSO Y DERRUMBE DEL CAPITALISMO
La actual crisis -económica, política y cultural- mundial es el principal síntoma del agotamiento de una equívoca idea de la libertad sobre la que se construyó, desarrolló y proyectó la civilización capitalista occidental.
Lo que se ha dado en llamar «crisis económica mundial» no es otra cosa que producto de la aceleración del proceso de concentración del capitalismo y de la confusión interesada de la noción de libertad de mercado con la de libertad humana.
Así como la naturaleza mítica del pensamiento y las limitaciones de la ciencia y de los mecanismos productivos, y el agotamiento de los sistemas políticos medievales determinaron el fin del feudalismo, en el siglo XVIII, la Revolución Industrial y la Revolución francesa no sólo certificaron dicho fin liquidando el sistema artesanal de producción y el antiguo régimen, sino que impusieron las líneas político-morales del nuevo orden que regiría el mundo sobre la base doctrinaria liberal y un vertiginoso avance científico tecnológico.
Sobre las ruinas del sistema feudal se edificó el sistema capitalista que liberó a los siervos de la gleba del dominio del señor feudal convirtiéndolos en proletarios sujetos a través del salario a la soberanía del propietario de los medios de producción. Estos profundos cambios en la mecánica productiva generaron grandes cupos de excedentes y activaron un comercio que pronto saturó los mercados nacionales e impulsaron una expansión que consagró el régimen colonial y provocó las tensiones en gran escala entre los Estados coloniales.
El hombre, que desde el humanismo renacentista había tomado conciencia de su capacidad para dominar y modificar el mundo, reivindicó la libertad individual como correlato de la libertad territorial y motor del progreso de los pueblos y las naciones. En ese momento histórico, la noción de libertad otorgada por leyes libres dictadas por hombres libres en el marco de una comunidad libre, que vela por el bien común, comenzó a ceder ante la idea liberal de libertad como derecho natural frente al cual nada ni nadie puede oponerse. Es decir, prevaleció la idea libertad que consagra la ley del más fuerte y cuyo correlato se verifica en las nociones de «libertad de comercio» y «libre competencia» que legitiman la conversión de las sociedades en masas consumidoras y los territorios nacionales en mercados a conquistar por las grandes corporaciones que, en no pocos casos, sustituyen a los ejércitos. Basta pensar que la emancipación de EE.UU. dio estatuto constitucional al Estado capitalista abanderado de la libertad y del individualismo liberal/romántico y que todas las guerras de emancipación de las repúblicas hispanoamericanas se hicieron en nombre de la libertad de comercio contra la metrópolis y no en nombre de la libertad de los ciudadanos de estos territorios.
A lo largo de su historia, el capitalismo ha dado a grandes y violentos espasmos, llamados «crisis cíclicas», algunas de las cuales desembocaron en terribles confrontaciones, como las dos guerras mundiales, y tensiones ideológicas que pusieron al mundo al borde de un conflicto nuclear. La desaparición de la URSS, en 1991, que algunos vieron como la gran victoria de capitalismo y con ella el nacimiento de una nueva era de paz y bienestar, en realidad puso de manifiesto la naturaleza falaz y depredadora del sistema y el carácter insolidario del individuo de una gleba sierva de los señores del capital.
La brecha abierta entre materia y espíritu ha permitido la acelerada deshumanización de la ciencia, los excesos acumulativos y especulativos del capital y la perversión de las democracias parlamentarias, todo lo cual ha provocado no sin violencia el colapso y la ruina del capitalismo. Lo que estamos asistiendo es al fin de la civilización que se edificó sobre la ley del más fuerte y una falaz idea de libertad. Los movimientos ultraderechistas en España, Italia, Francia, Alemania, EE.UU., Argentina y el resto del mundo son espasmos violentos de un sistema que se niega a desaparecer. Que esto suceda no significa, sin embargo, el fin del mundo, sino el dramático desmoronamiento de un orden económico y el preludio de otro en el que, es de desear, el ser humano recupere su centralidad humana. Por tanto, el ciudadano del siglo XXI está obligado a repensar su historia y su conducta, liberarse del cepo que lo esclaviza, defender los derechos fundamentales adquiridos y, si quiere sobrevivir, como el homínido que se alzó sobre sus extremidades posteriores, debe alzar la vista más allá del engañoso horizonte que le dibujan, agitando la bandera de la falsa libertad, los aventureros de la destrucción. Pensar desde la frustración y el odio sólo los beneficiará a ellos. La única libertad que contempla la condición humana de nuestra especie es aquella que emana de las leyes y el sistema más idóneo para esta libertad es la democracia, cuyos principales pilares son los ciudadanos capaces de fortalecer el Estado, el cual, a través de sus instituciones, garantiza la paz, la justicia, y los derechos de la comunidad que representa.
[i] Todas las citas entrecomilladas pertenecen al Diccionario político. Voces y locuciones, Antonio Tello (El Viejo Topo, Barcelona, 2012)