Por: Kepa Murua

Cuando escucho hablar de poesía miro a otro lado. Cuando alguien me dice que un poema le ha cambiado la vida, cierro los ojos y pienso en lo mezquina que llega a ser la vida para que se dé ese pacto entre la realidad y el sueño. Cuando alguien me explica un poema, llamo al silencio inmediato. Si me recomiendan un poeta, un viejo poeta, me vienen a la memoria los muertos. Si me regalan un libro de poemas, lo leo y lo dejo sabiendo que, a veces, no lo niego, disfruto. Cuando me quedan las últimas páginas, tres o cuatro, recuerdo los primeros versos y me alejo del joven e intranquilo poeta. Me vienen a la memoria los vivos y los muertos, la realidad y el silencio en un libro cerrado que a veces está abierto. Mas si me atrapa la poesía, por mucho que haya muerto, soy capaz de recobrar la vista y recordar su entierro. Algunos dicen que fue así porque vivieron a solas con su tiempo, otros, que nos legaron solo la inmediatez de su silencio. La vida, el verso, el hallazgo, el poema, la palabra y el sueño que, aunque no fuera cierto, fue su última esperanza y misterio, pese al rechazo.