Por: Kepa Murua

El silencio siempre es duro. Algunos se defienden con palabras, aunque estas no destaquen por su propio significado, otros son cobardes consigo mismos y harían cualquier cosa para no quedar en evidencia ante él, porque es como un cuchillo afilado. ¿Puede el silencio de unos luchar contra el silencio de otros, cuando el mundo se enfrenta al ruido de los disparos? ¿Pueden terminar los disparos en algún momento y en algún lugar donde el silencio llegue a ocuparlo todo, como un homenaje a sus muertos? El silencio es la constatación del recuerdo que nos persigue a menudo con los ojos en lágrimas. Los ojos que miran adentro cuando perdemos lo cercano o amado y pensamos que frente a las grandes cuestiones estas no tienen sentido. Las palabras no dicen nada en un primer momento de asombro cuando la vida se escapa de las manos por la locura de todos. Pero las lágrimas se secan con el tiempo, a los muertos los entierra la historia, los sentimientos se sustituyen por objetos y, aunque no me quite de la memoria el grito de los que se lanzaron al vacío por escapar del fuego, son las palabras las que reconocen el miedo, el terror y la angustia de enfrentarnos al mundo entero que cuando se encuentra perdido busca venganza y justificación en la historia. Pero la calma descubre la quietud de las cosas grandes y pequeñas en una mirada estremecedora. El vacío husmea entre los escombros, el humo de la ciudad se confunde con el polvo del desierto, pero en el hombre se leen con asombro las heridas que dejan las palabras pronunciadas con nerviosismo antes de que nada tenga remedio, porque, aunque parecen pequeñas, serán grandes antes de que derrame una lágrima. Las palabras, igual que la poesía, cobran sentido y significado antes y después del silencio: nos curan o nos lastiman.