PALABRAS CON HISTORIA: ¿DEMOCRACIA?

Por: Marcos López Herrador

La Democracia, tal y como hoy la conocemos (sin mencionar los antecedentes clásicos), resulta de un largo proceso histórico que se inicia, en lo que a Occidente se refiere, con la Revolución Americana de 1776 y la Revolución Francesa de 1789. Es decir, se trata de una realidad con un desarrollo de más de doscientos años.

Tras ese largo periodo de Democracia asentada en Occidente, podríamos deducir que la sociedad actual es la que se corresponde con la voluntad de los ciudadanos que la componen.

Sorprende, sin embargo, cuando hoy comprobamos nuestra realidad, que algunos elementos esenciales de la misma sean el resultado de la voluntad democrática de los ciudadanos.

Sorprende que resulte de la voluntad de los ciudadanos, democráticamente ejercida, que, lentamente desde 1973 y de forma brutal desde 1989 con la caída del Muro de Berlín, se produzca el desmantelamiento del Estado del bienestar, que con tantos esfuerzos se logró. Deberíamos deducir que, del mismo modo, los ciudadanos han decidido que es mejor para ellos disfrutar de las ventajas de la inseguridad y precariedad del trabajo, que la forma de organizarlo es a base de contratos a tiempo parcial, contratos temporales o trabajo por cuenta propia y que la inestabilidad en el empleo colma todas sus aspiraciones. Tal parece que democráticamente los ciudadanos han decidido que sus sueldos suban cada vez menos, mientras la riqueza crece en forma exponencial, siendo así excluidos de participar en el incremento de esa riqueza que con su esfuerzo y aportación se genera; que la negociación colectiva se abandone porque debe de resultar estupendo que los más fuertes negocien con los débiles en términos de igualdad, pues por experiencia sabemos, en tales circunstancias, quienes salen beneficiados; que los sindicatos pierdan su influencia y su capacidad de representación; que la edad de jubilación se alargue percibiendo pensiones más bajas; que el sistema tributario excluya a los que más tienen y que sean los trabajadores quienes carguen con el peso del sistema; que los gestores de las grandes empresas no tengan sueldos astronómicos, sino que ganen verdaderas fortunas anuales, mientras reducen plantillas y sueldos a los empleados; que la asistencia sanitaria se degrade y que quien tenga medios se provea de un seguro privado; que la enseñanza y la formación de nuestros hijos sea cada vez de peor calidad y los condene a un paro seguro; que la enseñanza superior resulte cada vez más cara y elitista; que se esté destruyendo la clase media y proletarizando a la sociedad en su conjunto; que crezca la desigualdad entre los que más tienen y un número cada vez mayor de personas en o al borde de la exclusión social; que nuestras fábricas cierren porque los productos se fabrican en China con un “dumping” social, medioambiental, político y de derechos humanos inaceptable; que nuestros hijos no puedan encontrar un trabajo digno e independizarse antes de cumplir los treinta años; que la familia sea destruida; que el desarraigo y la deslocalización sean la pauta para ganarse la vida; que el Estado haya perdido soberanía y sea incapaz de desarrollar políticas macroeconómicas autónomas quedando su papel reducido a diseñar políticas microeconómicas y a poner en práctica actuaciones que promueven una flexibilidad todavía mayor del trabajo y de la productividad, siendo todo ello una mera muestra de las transformaciones que en absoluto hemos decidido.

Cabe preguntarse si efectivamente esa es la voluntad de los ciudadanos; si esta realidad es una meta propuesta y alcanzada porque refleja la sociedad a la que aspiramos y por la que hemos luchado. Si concluimos que no, cabe entonces preguntarse por la calidad del sistema democrático. ¿Qué democracia es ésta en la que se impone aquello que los ciudadanos no quieren?

Si no son los ciudadanos los que deciden ¿Quién decide? ¿Con qué legitimidad?

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