Por: Tomás Sánchez Rubio

Dándole la espalda al océano, se encuentran en la Plaza de la Virgen de la Candelaria, en el sudeste de Tenerife, nueve majestuosas estatuas en bronce. Fueron realizadas en 1993 por el destacado escultor tinerfeño Juan José González Hernández-Abad, más conocido como José Abad, quien nació en 1942 en la calle Los Álamos, luego renombrada calle Tabares de Cala, en San Cristóbal de La Laguna. Este artista fue miembro fundador en 1963 de Nuestro Arte, un grupo que aglutinó en Canarias, durante la segunda mitad del siglo pasado, a artistas de una marcada vocación experimental. La impresionante obra de José Abad se hace presente en los espacios públicos insulares desde los años 80. Destacan a este respecto el conjunto escultórico denominado Las siete islas, emplazado en el centro de Santa Cruz, o bien la obra Pareja esperando a Óscar, inspirada en el trabajo del señalado pintor surrealista Óscar Domínguez, paisano suyo, fallecido en París en 1957.
Las mencionadas esculturas de la Plaza de Nuestra Señora de la Candelaria representan a los menceyes o reyes guanches que gobernaban Tenerife en el momento de la conquista castellana en 1496. En aquellos momentos la isla estaba dividida en nueve menceyatos o territorios: Abona, Adeje, Anaga, Daute, Güímar, Icod, Tacoronte, Taoro y Tegueste. Cada uno de ellos estaba siendo regido respectivamente por Adjoña, Pelinor, Beneharo, Romen, Añaterve, Pelicar, Acaymo, Bencomo y Tegueste.

El enclave de tales figuras tiene un indiscutible valor simbólico, junto a la Basílica de Nuestra Señora de Candelaria, Patrona de las Islas Canarias. Es este un edificio neoclásico y neocanario acabado en 1959, siendo su arquitecto, natural de Granadilla de Abona, José Enrique Marrero Regalado. Según la tradición, la basílica se halla construida en el lugar donde los guanches veneraron a la Virgen tras la conquista, la Cueva de Achbinico, situada detrás del santuario. Según cuenta Fray Alonso de Espinosa, los aborígenes trasladaron la imagen de la Virgen, encontrada sobre una piedra en las playas de Güímar entre 1390 y 1401, desde la Cueva de Chinguaro, donde había permanecido «más de treinta o cuarenta años», a la de Achbinico mediando el legendario Antón Guanche, un ex esclavo que les revelaría la verdadera identidad de la talla. Por esta época —mediados del siglo xv— se establece además allí cerca un eremitorio misional a cargo de varios frailes franciscanos. Sea como fuere, parece claro que, por mediación de los misioneros cristianos, hubo un proceso de sincretización del culto a la Virgen con el de una diosa anterior, divinidad ancestral a la que los primitivos pobladores de Tenerife llamaban Chaxiraxi ─la que carga o sostiene el firmamento─, encontrándose documentada también bajo la advocación Achmayex Guayaxerax ─he aquí la madre del Espíritu que sustenta el universo─.
Respecto a la conquista de las Islas Canarias, diremos que se inició en 1402 con la ocupación de Lanzarote, finalizando en 1496 con la toma de Tenerife. El proceso se llevó a cabo bajo dos sistemas diferentes: la llamada “conquista señorial” y la conocida como “de realengo”. La primera fue liderada por la nobleza, sin una participación directa de la Corona, que otorgaba el derecho de conquista a cambio de un pacto de vasallaje del noble conquistador hacia el rey. Tras la fase betencuriana o normanda, capitaneada por Jean de Béthencourt y Gadifer de La Salle entre 1402 y 1405 y que afectó a las islas de Lanzarote primero, y a El Hierro y Fuerteventura posteriormente, vino la fase señorial castellana. Esta fue emprendida por nobles de Castilla que se apropiaron, mediante compra, cesión y pactos matrimoniales, de las primeras islas conquistadas, incorporando La Gomera hacia 1450.

Por su parte, la llamada “conquista de realengo”, entre 1478 y 1496 define la ocupación llevada a cabo directamente por la Corona de Castilla durante el reinado de los Reyes Católicos, quienes, a partir de 1478, comenzaron a armar y en parte financiar la ocupación de las islas que faltaban por dominar: Gran Canaria, La Palma y Tenerife ─las más grandes y “peligrosas”─, una vez obtenido el dominio de Lanzarote, Fuerteventura, el Hierro y la Gomera. En el año 1496 culmina la conquista con el control de Tenerife, integrándose el archipiélago canario a la Corona castellana.
La historiadora Carla Noda, que ha estudiado el proceso de ocupación de las Canarias en el siglo XV, afirma que el término “guanche”, que se viene aplicando a los habitantes nativos originarios de las mismas, provenientes del norte de África, acabó generalizándose progresivamente para referirse a la totalidad de los antiguos canarios a finales del XVIII y del siglo XIX. Sin embargo, es necesario resaltar, como apunta la historiadora, que tal término no hacía alusión más que a los habitantes de la isla de Tenerife originalmente, ya que el resto de la población de cada isla tenía su propia denominación. De esta forma, contamos con los gentilicios de bimbaches en El Hierro, gomeros para La Gomera, auaritas para La Palma, canarios en Gran Canaria, majoreros para Fuerteventura, o majos en Lanzarote.
Por otra parte, respecto a la organización política y social, en Tenerife, a la que hemos comenzado refiriéndonos, destaca la interesante figura del mencey, que tendría como equivalente al guanarteme en Gran Canaria. Literalmente, “rey” o gobernante con amplios poderes, tenía, entre otras prerrogativas, la de dictar las normas, hacer justicia, dirigir los enfrentamientos armados o encabezar los actos religiosos, en particular los destinados a invocar la lluvia.
De aquellos nueve soberanos o menceyes tinerfeños, mencionados al inicio de este a artículo, me interesé, durante mi primera visita a la isla, especialmente por la figura de Pelicar ─también escrito Pellicar, Belicar y Bellicar─, sobre todo por la noticia presente en fuentes documentales de que acabó sus días en nuestra ciudad de Sevilla. Pelicar aparece como el último mencey de Icod, territorio del noroeste de la antigua Chineche que ocupaba la extensión de los modernos municipios de La Guancha, Icod de los Vinos, El Tanque y parte de Garachico. Debemos señalar, tal como suele ocurrir en todo relato épico de una raza, civilización o país, que algunos historiadores consideran asimismo que el nombre de este mencey, a pesar de hablarse profusamente de él, fue inventado por Antonio de Viana en su poema La Conquista de Tenerife, publicado en Sevilla en 1604, ciudad donde el autor terminó sus estudios de Medicina. Como el resto, su figura se movería así entre la realidad y la leyenda.
Hay noticia de que Pelicar fue renombrado, al recibir el bautismo, como Don Enrique de Icod, y que casó con Ana González, teniendo como hija a Catalina González. El nombre aborigen, podría significar, según el filólogo Ignacio Reyes, ‘morueco (carnero) fuerte’ desde una forma primaria bəl-kar. A su vez, Juan Álvarez Delgado propone la traducción ‘hombre vago o desidioso’.

Según José de Viera y Clavijo, Pelicar era vástago del primer mencey de Icod, Chincanairo, al que sucede en el cargo. Este se había hecho con la región de Icod durante el reparto de la isla entre sus hermanos a la muerte de Tinerfe el Grande a finales del siglo xiv. La hija de Pelicar, Catalina González, casaría con el conquistador Fernando García del Castillo. Con motivo de la invasión castellana de 1494, Pelicar uniría contra Castilla sus fuerzas a las del mencey Bencomo de Taoro. Finalmente, tras las sucesivas derrotas y la pérdida de los principales caudillos guanches Bencomo, Tinguaro y Bentor, el mencey de Icod se rendiría, tras ardua resistencia, en 1496, sometiéndose a los conquistadores en el acto conocido como Paz de los Realejos. Antes, las fuerzas locales habían sufrido un durísimo revés en las batallas de La Laguna y en la segunda de Acentejo.
Pelicar fue llevado a la corte de los Reyes Católicos, como botín de guerra, por el capitán de la conquista, el sanluqueño Alonso Fernández de Lugo, junto a otros seis menceyes para ser presentados ante los monarcas. Ya en la corte, fue vendido como esclavo “de manera injusta” por el mayordomo real Pedro Patiño, al que había sido entregado para que fuera su tutor, siendo liberado por mandato regio poco después. No se conoce el destino último del mencey. Autores afirman que terminó sus días posiblemente en Sevilla como hombre libre. Sin embargo, el investigador Miguel Delgado, tras rastrear las huellas de “Don Enrique Canario de Icod”, afirma que terminaría sus días en tierras italianas, concretamente en la Serenísima República de Venecia, en cuya Torre Dell´Orologio de la Plaza de San Marcos, se hallaría inmortalizada su figura, siendo uno de los nativos (guanches) que dan la hora, “ataviados con sus tamarcos y luciendo sus hermosas cabellera de pelos ensortijados, allí conocidos por mori (moros) en referencia al color oscuro de su piel, y que marcan el tiempo a los venecianos desde hace cinco siglos…”