Por: Tomás Sánchez Rubio

El verano de 1979 fue especial para mí. En junio había terminado la EGB, etapa que transcurrió en el colegio Nuestra Señora de Andévalo ─situado hoy en el mismo espacio que ocupaba entonces de la Huerta de Santa Teresa─. Me disponía, pues, a comenzar el BUP en el Instituto San Isidoro, en el centro de Sevilla, a muy escasa distancia tanto de la Campana, como de la Alameda de Hércules. En dicha aventura me acompañaban dos compañeros de la primaria, José María Jiménez y mi querido amigo Valentín López. Allí, en el San Isidoro, habría de conocer a otro colega, que destaco entre tantos otros y cuya sincera amistad perdura hasta el momento presente, Juan Linares. Durante años fuimos una terna inseparable, considerándome siempre afortunado, y ahora mucho más, de tener en mi vida a personas tan excelentes como lo son ellos.
Recuerdo que algo que me chocaría bastante al entrar en el instituto fue que en aquellos momentos seguía siendo exclusivamente masculino, en tanto que durante los años del colegio, extrañamente mixto, la mayor parte del alumnado era femenino. Curiosamente, en el instituto Velázquez, cercano al mío, las alumnas eran exclusivamente chicas, lo cual, sana e inevitablemente, llevó a bastantes episodios de, digamos, “conocimiento mutuo”; algo favorecido por las célebres fiestas que, para deleite del personal, los sábados organizaba el San Isidoro.
Como dije al comienzo, al tratarse de un verano, el del 79, tan especial para mí, muchos recuerdos se me agolpan vívidos en la memoria. Fueron unos meses, entre la incertidumbre y la euforia, que disfruté bastante. En Hinojos, el pueblo de mi madre, me perdía entre los pinares imaginando nuevas aventuras, bien como caballero medieval encerrado en su melancolía de héroe incomprendido, bien asumiendo la personalidad de un atribulado y perdido viajero del espacio. En los días de playa, el aroma a crema Nivea, propia y necesaria para las circunstancias, iba acompañado de paseos por la orilla y baños de olas que imaginaba gigantescas y más engullentes ─si no existe este término, debería existir─ de lo que eran. En mi ciudad, iba por la noche al cine de verano, el Virginia, en la calle Gólgota, aspirando con fuerza a la salida el dulzón aroma estival de la dama de noche, flor frecuente en las casas con jardín delantero de mi barrio de entonces. Por supuesto, escribía y leía. Junto a los personajes de la factoría Marvel, que seguían formando entonces una parte de mi vida, pero que ya iba abandonando poco a poco ─¡adónde iba a ir un súperhéroe siendo tan miope como lo era yo! ─, surgía el interés por obras más serias como la célebre trilogía de Gironella sobre la familia gerundense de los Alvear, que me “bebí” durante aquellos meses. También recuerdo la emoción que otras novelas, también adquiridas en Círculo de Lectores al que estaban suscritos mis padres, me proporcionaban, al mezclar suspense y terror, como Manitú ─del británico Graham Masterton─ o Coma ─del estadounidense Robin Cook─.
El caso es que, a finales de aquel verano mágico, por los días en que sonaban machaconamente en los transistores las hermanas Goggi, Gianni Bella, Miguel Bosé, Mari Trini o Umberto Tozzi, tendría lugar la muerte de una cara muy popular de nuestro cine, la actriz Laly Sodevila. Fue concretamente el miércoles 12 de septiembre, en Madrid. Había padecido cáncer y contaba cuarenta y seis años recién cumplidos. Su rostro y sus maneras ya me eran conocidas desde hacía tiempo por el cine y la televisión. Junto a las películas en que intervenía, se haría especialmente popular por protagonizar los anuncios de detergente Dash.
Laly Soldevila, de voz inconfundible, mirada traviesa y con marcado carisma, había nacido bajo el nombre de Eulalia Soldevila Vall el 25 de julio de 1933 en Barcelona. Comenzó la carrera de Filosofía y Letras, al tiempo que descubría su afición a la escena, formándose en el TEU, Teatro Español Universitario, agrupación creada en 1941, de donde saldrían tantas actrices y actores que nutrieron las tablas españolas durante aquellos años. Pronto dejaría Eulalia la Universidad para dedicarse de lleno a la interpretación.

Debutó en 1948 con La casa de Bernarda Alba. La representación tuvo lugar en la Cúpula del Coliseum de Barcelona. Este fue el comienzo de una serie de grandes éxitos posteriores, representando −entre otras obras teatrales− La Celestina, Medea o El Adefesio. En su paso al cine, a mediados de los 50, se haría con una rápida popularidad gracias a su incuestionable vis cómica, si bien quedaba clara una notable versatilidad, avalada por la interpretación de memorables papeles dramáticos.
Su debut en el cine sería en 1955 con la película Duelo de pasiones, bajo la dirección deJavier Setó ─conocido por La llamada, Saeta rubia o la divertidísima cinta Pan, amor y Andalucía─, y donde acompañaban a Soldevila Silvia Morgan, Manolo Gómez Bur o el galán Arturo Fernández. De una lista inacabable de películas, señalaría sus intervenciones en Tres de la Cruz Roja (1961), La gran familia (1962), ambas de Fernando Palacios, El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, o La escopeta nacional (1978), de Luis García Berlanga. A pesar de no ser una película demasiado bien tratada en su momento por público ni crítica, me gustaría señalar la curiosa comedia negra ¡Vivan los novios! (1970), primera cinta en color de su director, Luis García Berlanga. En la misma, la actriz encarna a Loli, la novia de Leonardo, el protagonista. Leo (José Luis López Vázquez) es un empleado de banca burgalés, en tanto que Loli es propietaria de una tienda de souvenirs en Sitges. La interpretación de la pareja, encerrada en una situación aparentemente surrealista, por la capacidad de ambos de ser creíbles en sus respectivos extravagantes papeles, me sigue pareciendo antológica.
En televisión, grabaría a mediados de los 60 la serie dramática de veintiséis capítulos La familia Colón, donde desempeñaba el rol de criada de una familia argentina (formada por un matrimonio maduro con un hijo y una hija) que se instala en nuestro país, mostrando las dificultades para adaptarse a la idiosincrasia española. En la serie, dirigida por Julio Coll, destacaría, junto a Laly, la presencia del actor barcelonés Pepe Martín ─famoso posteriormente por su papel protagonista en El conde de Montecristo─, encarnando a Guillermo, secretario del padre de familia. No obstante, la fama le llegaría a nuestra intérprete cuando comienza a trabajar junto a la gran actriz santanderina Julia Martínez en La casa de los Martínez. La serie, escrita y dirigida por Romano Villalba, empezó llamándose Nosotras y ellos, con un formato de breve duración; pero luego cambiaría su nombre y ampliaría su duración. Se grababa los jueves para emitirse en la sobremesa de los viernes, y se mantuvo con notable éxito durante justamente cuatro temporadas ininterrumpidamente.

Posteriormente, Laly haría una incursión en el mundo de la publicidad con el anuncio de una popular marca de detergentes, como mencionamos al principio, donde representaba a la peculiar Tía Felisa. El personaje se haría tremendamente conocido, dando lugar incluso a chistes y parodias.
La última película en la que intervino Laly Soldevila fue una adaptación de la novela El Buscón, de Francisco Quevedo, dirigida en 1979 por Luciano Berriatúa (realizador de Qué he hecho yo para merecer esto y El lado oscuro, entre otras). La acompañaba un plantel notable encabezado por Paco Algora, Ana Belén y Juan Diego.
La gran intérprete, tras su muerte, como hemos dicho, el 12 de septiembre de 1979, fue enterrada en el Cementerio Sur de Madrid. Póstumamente, la escritora Carmen Martín Gaite le dedicó la obra de teatro La hermana pequeña. El argumento gira en torno a la relación de dos hermanas de diferente madre entre las que median quince años de edad, Laura e Inés. La mayor, a la muerte del padre de ambas, marcha a Madrid, donde se va abriendo dificultosamente camino como actriz.
Con el paso de los años aprendí a valorar cada vez más la personalidad y fuerza de una intérprete de indiscutible mérito, que representaría a tantos actores y actrices del cine español de los años 50, 60 y 70 del siglo XX, que continúan siendo infravalorados aún a día de hoy. La sociedad, cada vez más aficionada a las etiquetas, hace tiempo ya que los enterró en el cajón de los secundarios. He querido que estas humildes líneas sirvan de modesto homenaje a la figura de esta peculiar actriz.
Para saber más acerca de nuestra protagonista, os recomiendo esta página: