El Atelier
Por: Inma J. Ferrero

Después de muchos años de su muerte el poeta italiano Salvador Quasimodo sigue siendo recordado como una de las principales figuras del movimiento hermético italiano. Aunque nació en Módica (Sicilia) el 20 de agosto de 1901, declararía nativo de Siracusa para emparentar con las clásicas fuentes griegas de las que saciaría su discurso mítico de Ulises moderno.
Tras estudiar en el instituto técnico de Mesina, en 1919 se mudan a Roma, y allí se matricula en ingeniería en el Politécnico; las dificultades económicas le obligan a realizar diversos trabajos para poder pagarse los estudios universitarios, que finalmente no llegaría a terminar. En esa época se empieza a despertar en él el interés por el griego y el latín. En 1926 se traslada a Reggio di Calabria, al conseguir allí una plaza de funcionario aparejador.
Su primera publicación poética fue en 1930 en la revista “Solaria”, donde aparece una colección de poemas suyos con el título de Aguas y Tierras (Acque e terre). Dos años después publica Oboe sumergido (Oboe sommerso), obra que despierta un gran interés entre los críticos literarios. A partir de 1934 vive en Milán, frecuentando los círculos literarios de dicha ciudad.
En 1938 puede dejar al fin su trabajo de aparejador, haciéndose redactor de la revista “Il Tempo”, en la cual, aparte de encargarse de la crítica teatral, se significa como opositor al fascismo. En 1940 publica Líricos griegos (Lirici greci), obra en la que reúne sus traducciones de los clásicos y que representará una etapa importante en su producción literaria, pues muestra en ella su interés en el acercameinto entre la poesía clásica y la contemporánea.
Es nombrado profesor del Conservatorio de Milán en 1941, y en 1942 publica Y de repente la noche (Ed è subito sera), obra con la que alcanza un gran éxito, y en la que aparece recogida una antología de su producción poética hasta esa fecha.
Entre 1949 y 1958 intensifica su producción como traductor, publicando varias traducciones del latín (Catulo), del griego (el Evangelio de San Juan y Sófocles) y del inglés (La tempestad de Shakespeare).
A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial introduce en los temas de su poesía contenidos más sociales, relacionados con la situación política de su país. Comparte con Dylan Thomas en 1953 el premio Etna-Taormina de poesía.
En 1959 le conceden el Premio Nobel de Literatura; el discurso que pronuncia ante la Academia Sueca, en el que defiende el papel activo del poeta y de la poesía en la sociedad, será publicado en 1960 junto con otros ensayos en el libro El poeta y el político.
En 1960 es nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Mesina.
Durante los últimos años de su vida realizó una activa labor periodística, publicando numerosos artículos de opinión en los cuales critica ácidamente el consumismo de la sociedad moderna. Murió en Nápoles el 14 de junio de 1968 a causa de una hemorragia cerebral; está enterrado en el Cementerio Monumental de Milán.
Su casa se encuentra en la ciudad de Modica y se puede visitar.

Un realismo distinto
Poco antes de que la Academia sueca le concediera a Salvatore Quasimodo el premio Nobel, Louis Aragon escribió en ‘Les lettres françaises’: «El realismo de este poeta es distinto del neo-realismo como de cualquier forma de naturalismo, aun de aquéllos enmascarados bajo la etiqueta socialista». Notablemente influenciado en sus inicios por la poesía de Negri, D’Annunzio y Maestri, Quasimodo no tardaría en sucumbir a los efectos del realismo provocado por la Segunda Guerra Mundial, en el que la simplicidad y la tendencia coloquial de Pasolini y los excesos corrosivos y grotescos de Sanguineti preconizan la muerte de las vanguardias.
En el caso de Quasimodo, se puede dividir su obra poética en dos etapas. En la primera se incluyen los poemas seleccionados en su antología ‘Y de repente la tarde’, así como su labor poética publicada hasta el final de la guerra. Esta primera fase de su obra se inscribió fundamentalmente bajo el influjo del hermetismo, un estilo casi minimalista de ensimismamiento doloroso en el que subyace un componente profundamente simbólico; estilo que compartió con Giuseppe Ungaretti, Mario Luzi y Alfonso Gatto, con los que se completaría la denominada ‘Escuela hermética italiana’, a su vez indudablemente influida por las propuestas de los franceses Apollinaire, Valery, Eluard y Mallarmé.
La segunda etapa de la poesía de Quasimodo se inicia al final de la guerra cuando, al desaparecer la censura, decide inclinarse hacia los problemas sociales y para ello recurre a analogías entre los mitos griegos y la esclavitud contemporánea. El hermetismo de su obra ha quedado definitivamente atrás.
Su primer libro de poesía, ‘Acque e terra’, publicado en 1930, mitificaba la infancia isleña a través de una cierta búsqueda religiosa por los precipicios de la naturaleza siciliana; algunos críticos no tardaron en reprocharle al libro una excesiva influencia de D’annunzio y un exceso de concesiones hacia el decadentismo, En 1932 se publica ‘Oboe sommerso’, en el que el deseo de eternidad del poeta es gritado por las voces del viento y liberado a través de los susurros de la muerte, y en 1936 ve la luz ‘Erato e Apòllion’, el apogeo de un hermetismo impregnado de misticismo y de belleza. Estos tres libros compondrían la antología ‘Ed è subito sera’, editada en 1942.
En ‘Giorno dopo giorno’, de 1947, se insinúan por primera vez los sentimientos que la guerra va dejando al desnudo en el autor italiano, y en ‘Il falso e vero verde’, publicada siete años más tarde, regresa poéticamente a su isla, en esta ocasión protegido por reiteradas corazas de surrealismo.
Una marcada necesidad experimental le impulsa en 1958 a enjambrar temas y estilos en ‘La terra impareggiable’, y con ‘Dare e avere’, en 1966, quedarán impresos los últimos años de Quasimodo, en los que la espera de una muerte cuya aceptación queda patente en cada página -una muerte que lo alcanzaría dos años más tarde-, lo reconcilia con la búsqueda de infinito que ha marcado su vida y su obra.
Si bien la obra de Salvatore Quasimodo obtuvo en su día el reconocimiento a un talento innegable, y obtuvo asimismo el premio Nobel de Literatura, la decisión de la Academia sueca no dejó de provocar algunas suspicacias: el año anterior -1958- el galardón le fue otorgado al ruso Boris Pasternak quien, tras haberlo aceptado, telegrama mediante, como «inmensamente agradecido, emocionado, orgulloso, asombrado, confundido», tuvo que redactar cuatro días más tarde un segundo telegrama dirigido a la Academia. El texto variaba sensiblemente: «Debido al significado atribuido a esa recompensa en la sociedad en la que vivo, debo decir: no, gracias, por el premio inmerecido que se me ha concedido. No tomen a mal mi voluntaria negativa a aceptarlo». Doce años más tarde, Solzhenytsyn, tras ser igualmente obligado a renunciar al Nobel, lo que hizo fue renunciar a las múltiples bondades (¿!) que le ofrecía la Unión soviética.

El mejor para el Nobel
El caso fue que, debido al escándalo del año anterior con lo de Pasternak, la Academia sueca se encontró en 1959 con la complicada tarea de buscar un poeta lo suficientemente bueno para concederle el máximo galardón de las letras, y lo suficientemente neutral, dentro de unas tendencias de izquierdas, para no enemistarse con la poderosa URSS. Y ahí estaba Salvatore Quasimodo, poeta reconocido pero poco conocido fuera de Italia; poeta próximo al partido comunista pero no afiliado y comprometido con su obra literaria: «La poesía y la cultura no tienen estos compromisos, ni otro fin, que el de cantar la belleza, y ésta es una fuerza a la que no se puede cerrar con murallas».
Tal vez no tuvo Salvatore Quasimodo demasiada suerte al ser elegido en un año de tanta controversia diplomática. Por otra parte, ¿habría tenido las mismas oportunidades, de no haber recibido el Nobel en 1959, de obtenerlo en años posteriores? Chi lo sà. En la duda, ahí queda su obra.
Es un caso extraño el de Sir Arthur Charles Clarke, Arthur C. Clarke para la historia de las letras, pues es uno de esos nombres, junto a Isaac Asimov y poco más, que es conocido por todo amante de la literatura cuando se ha dedicado escrupulosamente al género de la ciencia ficción. Por ello, a la vez que llegan los homenajes y las evocaciones en masa, dediquemos estas páginas a glosar al gran superviviente de la edad de oro del género que se esfuerza en dibujarnos un futuro imperfecto que vamos evadiendo con nuestro presente imperfecto.
Radicado en Sri Lanka desde 1956, comparte con alguien tan insospechado como Ernesto Sábato (en activo a sus 96 años cumplidos) el hecho de haberse dedicado a la ciencia antes de abandonarla para dedicarse únicamente a la literatura. De hecho, el primer libro publicado por Clarke es ‘Vuelo interplanetario. Una introducción a la Astronáutica’, publicado en 1950 y premiado por la Unesco en 1962. Su actividad literaria, con todo, comenzó a finales de los años 30, siendo de 1937 su primer relato de ciencia ficción, con ensayos y artículos científicos que serán interrumpidos en el periodo 1941-1946, cuando sirva en la RAF participando como especialista en radares en la Segunda Guerra Mundial.
Es cuando empieza a compaginar la ciencia con la ciencia ficción. Muestra de ello es que en 1945 predice en un ensayo lo que mucho más tarde será el satélite de comunicaciones geosincrónico y en 1946 publica su primer relato importante del género que, por entonces, se consideraba algo escapista, hecho para mentes candorosas. Dentro de su actividad científica, es curiosa su presencia en Barcelona en 1957 dentro del comité británico participante en el VIII Congreso Internacional de Astronáutica, que coincide con el lanzamiento del Sputnik Unon por la URSS.
Este caso de científico que soñaba con aventuras estelares terminará convirtiéndose en el de un soñador sin paliativos gracias a una película, analizada en estas páginas por Juan Antonio Vigar, convertida en una de las más enigmáticas, más abiertas, más sugerentes, de la historia del cine: ‘2001, una odisea del espacio’. Por lo tanto, poco se hablará aquí del monolito, de la película y de la breve novela que Clarke fue escribiendo a medida que el proyecto de Kubrick maduraba. Clarke es responsable de indiscutibles obras maestras como ‘El fin de la infancia’ (1953) y el ciclo iniciado con ‘Cita con Rama’ (1973).
En la primera de estas novelas, la Tierra recibe la visita de los extraterrestres, que ocultan en todo momento su apariencia y garantizan un periodo de prosperidad y paz como nunca se había conocido. El acceso a su aspecto quedará aplazado por cincuenta años según se acuerda con el secretario general de Naciones Unidas, convertido en interlocutor con ellos. Los detalles de la trama de este libro altísimamente recomendable no serán desvelados aquí. En todo caso, se trata de una fábula moral y de una amarga reflexión acerca de la esperanza. Tiene los componentes necesarios para que pueda ser leída desde una clave religiosa, tal como sucede, por poner un ejemplo notorio, con ‘Contacto’ de Carl Sagan. El punto de vista de Clarke, con todo, no deja tanto espacio a la posibilidad del optimismo.
‘Cita con Rama’ tiene el privilegio de ser una de las novelas más premiadas del género, al haber recibido los premios Nébula, Júpiter, Hugo, Locus, John W. Campbell y el de la Asociación Británica de Ciencia Ficción. Todo ello solamente con la primera novela del ciclo, continuado en 1989, 1991 y 1993 en colaboración con Gentry Lee. Para los no iniciados, cabe indicar que el Premio Hugo es equiparado al Nobel dentro del género, ganándolo también Clarke en 1980 por ‘Fuentes del paraíso’ (un libro en el que se trata de la construcción de un puente sobre el Estrecho de Gibraltar y de una ‘torre orbital’ que lleve al hombre hacia un satélite; por medio, nuevamente los sentimientos religiosos tienen un papel fundamental). Un artefacto extraterrestre, de dimensiones gigantescas es detectado en el siglo XXII. Una misión terrestre se encargará de explorar el gigantesco artefacto.
El sentido de extrañeza, de maravilla, de incertidumbre, de finitud ante lo aparentemente infinito, de fragilidad ante lo que parece inalterable y eterno, nunca ha sido tan bien expresado. Esta sensación coincide con una de las ‘leyes de Clarke’, la tercera, según la cual la tecnología, a medida que va creciendo, se va haciendo indistinguible de la magia.

Resumen de pensamiento
Las otras leyes, surgidas entre 1962 y 1999, resumen el pensamiento del científico y autor: Primera: «Cuando un anciano y distinguido científico afirma que algo es posible, probablemente está en lo correcto. Cuando afirma que algo es imposible, probablemente está equivocado». Segunda: «La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse hacia lo imposible». Cuarta: «Frente a cada experto, existe otro experto igual y opuesto».
En justicia, deben señalarse ciertos puntos oscuros ante quien es el último clásico vivo de uno de los géneros literarios más ricos en posibilidades y más incomprendidos. En 1998, Clarke fue nombrado caballero por el Príncipe Carlos de Inglaterra en el curso de una visita a Sri Lanka. El sensacionalista ‘The Daily Mirror’ argumentó en su ‘contra una turbia historia de pedofilia, ante lo que, a petición del autor, se detuvo el procedimiento de investidura de la alta dignidad honorífica hasta que la verdad quedara establecida. Una detallada investigación de la justicia de Sri Lanka determinó la absoluta inocencia de Clarke, y el periódico difamador publicó la necesaria rectificación.
El 26 de mayo de 2000 sería finalmente investido como Sir Arthur Charles Clarke, caballero de la Orden del Imperio Británico. Por otra parte, es de rigor reconocer que algunas de las obras escritas en colaboración desde 1991 no tienen el nivel esperable de un maestro tan veterano. Con todo, y gracias a todo, Clarke sigue siendo el gran y último clásico vivo de la ciencia ficción. Con honores. Y con honor.