Por: Kepa Murua

Y cómo ponerle el punto final al poema. El poema, aunque breve y preciso, es como la vida. Si vives con intensidad menos de lo que te corresponde, luego deberás vagar hasta encontrarte de nuevo contigo. Así el poema. Si colocas el punto con prisa, el poema vagará a sus anchas por los oídos hasta que se te aparezca en sueños. Si pones ese punto lentamente, reconocerás la libertad de la palabra en la madurez del silencio. En la necesidad del tiempo, en el abandono de lo acabado. Es el contraste entre acertar de lleno o errar por la mínima distancia. El poema tiene su final con naturalidad. Si no lo sabes cerrar, si no lo puedes definir, si no lo puedes sujetar, el poema todavía no es poema. Es esbozo, es apunte, es cuerpo, melodía sin un punto de encuentro en la mirada final del que lo lee. Ilusión del que lo encuentra. Apariencia que en la nada se sujeta. Pero no debes acabar un poema como no debes desaprovechar tu tiempo por las prisas de tu propia vida. Si lo haces cuando no es preciso, tu identidad se diluye entre las conjeturas del tiempo, así como se vislumbra la del escritor en las exigencias de la poesía. Eso es lo que tiene la poesía: te lo da todo porque te quita todo. Te pone el final delante para que no sepas que caes en su juego. Como la vida: ese largo poema que no se puede explicar cuando llega la muerte. Como la vida que cae con el abandono. Que se confunde con la desidia. Que se pierde inconscientemente cuando te atreves a pensar que el momento no era el adecuado. Si el poema no se deja domesticar a su antojo, la vida aún menos. Si la vida corre a su antojo, la poesía tampoco tiene freno. Solo en las manos humanas, por fin en las del poeta, si es que existe.