Por: Antonio Tello
[i] Texto de la conferencia leída en SADE (Sociedad Argentina de Escritores) Río Cuarto, el 14 de abril de 2023, en el marco de los 150 años de la Biblioteca Popular Mariano Moreno.
Desde que el mundo es mundo, según la Biblia, el poder hegemónico ha recurrido a la división de las fuerzas opuestas que lo tensionan para asegurar la continuidad de su dominio. El mito de Babel ejemplifica el modo en que Yaveh, temeroso de que los seres humanos crecieran y llegaran a cuestionarle su poder, los dispersó confundiendo su lengua.
Según se lee en el Génesis[i], los hombres llegaron a la llanura de Sinear:
“Yhaveh descendió para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban edificando y dijo: «He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua; siendo este el principio de sus empresas, nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros». Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie.”
Esta idea primitiva de la división de los opositores como estrategia de dominio tiene su correlato laico en la famosa frase latina “divide et vences”, divide y vencerás, atribuida a Julio César, cuya radical aplicación ha llevado a las masas a un dramático y, al parecer, irreversible sometimiento por parte de las fuerzas que gobiernan el mundo.
La soberbia fragmentación de la sociedad humana impulsada por el capitalismo a partir de la Revolución industrial, en el siglo XVIII, que se radicaliza tras las violentas disputas coloniales libradas en el siglo XX, ha seguido un proceso que compromete a los trabajadores y sus organizaciones, y a las naciones; a la lengua, desplazando y corrompiendo sus campos semánticos, y a las identidades colectivas e individuales tornando a las personas sumisas y a los países vulnerables. Es decir que los tres blancos de la estrategia de fragmentación son el trabajo, la lengua y la identidad.
La división del trabajo consiste en la segmentación de una actividad en tareas elementales de diversa dificultad que se realizan secuencialmente y se reparten en distintas personas según la habilidad, la experiencia, el conocimiento o la fuerza física de cada una. En realidad, la división del trabajo aparece como recurso de supervivencia en los más primitivos grupos humanos, pero su primer gran salto de complejidad se da durante el Neolítico, cuando surgen las primeras sociedades agrarias y con ellas las primeras grandes tensiones entre cazadores, pastores y agricultores, que actúan como factores dinamizadores de civilización, pero también de división social.
Los avances tecnológicos y sociales fueron relativamente lentos hasta el siglo XVIII, cuando la Revolución industrial impulsó el desarrollo del capitalismo acelerando las especializaciones, con el propósito de ahorrar tiempo y aumentar la eficiencia y la productividad.
Para Adam Smith[ii], uno de los primeros en teorizar sobre la mecánica acumulativa del capital, la división del trabajo es uno de los factores clave para el aumento eficaz de la productividad y evolución tecnológica. Pero, Smith también advierte que la división del trabajo obra como agente de exclusión de gran parte de la población sin acceso al conocimiento, por lo que recomienda a los Estados poner énfasis en la educación de los ciudadanos.
Karl Marx[iii], por su parte, considera que la división del trabajo en el marco del sistema capitalista, representa para el trabajador entrar en un proceso de alienación, que, al degradarlo física y espiritualmente, lo condena “a la condición de una máquina”, tal como Charles Chaplin[iv] ejemplificó magistralmente en “Tiempos modernos”. Pero, Marx va más allá de señalar esta automatización al distinguir en la división del trabajo, la división económica y la social, que conlleva una exigencia de colaboración interpersonal que, en algunos casos, se debe a “una necesidad técnica”, y en otros a una necesidad de “control social”, el cual es determinado por el salario o poder adquisitivo, la jerarquización de clase y la consideración en la sociedad. Es así como se conforman la alta burguesía o clase alta, la pequeña burguesía o clase media alta, la clase media baja, la clase obrera y los pobres, que están fuera del sistema.
En el siglo XX, a raíz del extraordinario avance científico-tecnológico que ha dado lugar a la sociedad posindustrial o del conocimiento y ha hecho de los intelectuales una especie en vías de extinción, ha surgido una nueva clase técnica poseedora del conocimiento, de los métodos de análisis y sus fundamentos teóricos; una clase con capacidad para planificar el futuro con un horizonte tecnocrático hegemonizado por los grandes grupos tecnológicos, que nos sitúa en los albores de la era “terminator” dominada por la inteligencia artificial.
Si bien, al iniciarse el siglo XX, la Revolución rusa pareció despertar la conciencia de la clase trabajadora bajo la bandera de la unidad y la solidaridad internacionales, el poder capitalista supo crear las condiciones para que ambas -unidad y solidaridad- desaparecieran como elementos cohesionadores frente a los embates disgregadores de los propietarios de los medios de producción.
Tras la Segunda Guerra Mundial, los pactos de la patronal alemana con los sindicatos socialdemócratas, los cuales comprometieron a los trabajadores en los beneficios empresariales, se proyectaron como modelos de consenso entre patronos y obreros e hicieron estallar la solidaridad de clase y vaciaron de sentido la letra de “La Internacional”, el himno más emblemático del movimiento obrero. Fue así como los trabajadores de los países ricos se jerarquizaron en detrimento de los trabajadores de los países no industrializados y pobres, quienes quedaron abandonados a su suerte.
Paralelamente a la estratificación de las clases sociales vinculada a la producción, creación y acumulación de las riquezas, el capitalismo también procuró que, en el marco de una economía globalizada, esta estrategia también se aplicara con mayor énfasis a los estados mediante la división internacional del trabajo, reorganizando espacialmente la producción entre los países del mundo de acuerdo a los intereses y orientación de las poderosas empresas multinacionales. Y tal como había sucedido con la jerarquización de la ciudadanía, también los países fueron categorizados por su capacidad productiva, mayor o menor industrialización, disponibilidad de recursos naturales o tecnológicos, quedando muchos de ellos, en tanto países pobres, a expensas de las grandes corporaciones o excluidos de la dinámica económica mundial.
Tras la desintegración de la Unión Soviética, entre 1990 y 1991, y la caída de su bloque ideológico, se verificó el irresistible movimiento de universalización del sistema económico occidental, que se correspondió con un vertiginoso proceso de feudalización de signo capitalista del mapa mundial. En este sentido, y bajo la impronta de la doctrina neoliberal, los estados nacionales se convirtieron en una suerte de señoríos gerenciales, en unidades político-administrativas de soberanías porosas, cuyas instituciones quedaron al arbitrio de una clase política colonizada por tecnócratas al servicio de las grandes corporaciones.
El otro objetivo de la fragmentación social es la lengua. Se ha de considerar que el ser humano reconoce en la palabra su propia esencia y, en tanto que acto, representa la suprema expresión de su deseo de libertad y autonomía, su esperanza y su estatuto en la realidad del mundo[v].
La palabra actúa contra el olvido y construye la memoria y sobre ésta la justicia. Desde la memoria y la justicia el ser humano se realiza en el tiempo y trasciende más allá de su finitud; es desde la memoria y la justicia, desde estos cimientos éticos, que el ser humano levanta sus muros contra la impunidad, para ser feliz.
Esto no significa que la lengua sea algo estático. Su dinamismo se verifica a través del habla como respuesta a las exigencias de las distintas etapas históricas atravesadas por los cambios sociales, las aportaciones científicas y tecnológicas, y las influencias interlingüísticas. Todos estos agentes, en consonancia con los cambios culturales de la comunidad hablante, desencadenan en la lengua un proceso evolutivo natural, cuyos principales logros se sedimentan en su cuerpo histórico.
Pero esta facultad dinámica que atiende a la vitalidad y al progreso humanos, también constituye el resquicio por donde se cuelan el discurso de las ideologías totalitarias, políticas, económicas y religiosas; la jerga vulgar de la sociedad masificada, las frases verbales y las palabras corrompidas. Todo esto crea el denso malestar social al inducir al hablante a preguntarse por su capacidad para expresarse y ser comprendido; por su impotencia para manifestar la soledad existencial cuando se han perdido las referencias morales del mandato divino o de la razón. Las lenguas contaminadas por la materia tóxica del anti lenguaje acaban, dicho en palabras de George Steiner[vi]. por “aniquilar de manera trascendental la verdad y el sentido”.
El desencuentro entre el sentido de la palabra y la vida hace más lacerante las limitaciones del lenguaje para alcanzar ese concepto universal que late en cada palabra «más allá de las fronteras establecidas por los significantes», como afirma el lingüista italiano, recientemente fallecido, Stefano Agosti[vii], acentuando el individualismo e impidiendo la consecución del bien común. Wittgenstein[viii] ya afirmó que los límites y la incapacidad abarcativa del lenguaje de la modernidad hacen imposible nombrar la totalidad de la vida, cuando hasta el siglo XVII, según Steiner, “la esfera del lenguaje abrazaba casi la totalidad de la experiencia y de la realidad”. La fragmentación del habla desnaturaliza y trastorna la realidad del mundo y corroe la aspiración humana a la felicidad.
En 1946, George Orwell, en “La política y el idioma inglés”, atribuía esta degradación y corrupción de la lengua a la decadencia de la civilización afirmando: “Nuestra civilización está en decadencia y nuestro lenguaje -así se argumenta- debe compartir inevitablemente el derrumbe general”. En este breve y lúcido ensayo, Orwell aclara que las causas de esta decadencia que afecta al lenguaje son políticas y económicas, y que ese lenguaje degradado retroalimenta la decadencia general de la civilización. “Un hombre -dice Orwell- puede beber porque piensa que es un fracasado, y luego fracasar por completo debido a que bebe”, y enseguida añade que el idioma inglés se ha vuelto “tosco e impreciso porque nuestros pensamientos son disparatados, porque la dejadez de nuestro lenguaje hace más fácil que pensemos disparates”.
Pero ¿en qué consiste la dejadez del lenguaje? La respuesta es tan sencilla como evidente. La dejadez es el desaliño estilístico, el uso de imágenes trilladas, la imprecisión, la pobreza léxica, el uso de adjetivos ampulosos o meramente ornamentales, la utilización indiscriminada de frases verbales en lugar de verbos simples, eslóganes tópicos, el empleo de una dicción pretenciosa. Esta dejadez, que da lugar a un discurso o a un texto donde lo concreto y significativo se pierde tanto en el habla como en la prosa, es lo que provoca el latente y difuso malestar espiritual, como síntoma de la impotencia del individuo para comunicarse con el otro con fluidez. La extensión de lugares comunes, muletillas, extranjerismos sustitutorios, metáforas hueras, desorden sintáctico, torpeza prosódica, etc., empobrecen y reducen toda lengua a un estado mecánico y funcional que entorpece la comunicación y abotarga el pensamiento haciendo que, como dice Orwell, “pensemos disparates”.
Nadie duda de que el castellano es una de las lenguas más evolucionadas del mundo y que goza de una extraordinaria vitalidad. Sin embargo, como toda producción humana, es vulnerable a la acción de los agentes degenerativos que laten en el seno de la sociedad y que se activan en momentos de opresión o estancamiento espiritual como el que se vive en el presente.
En América, una vez superados los complejos surgidos tras la emancipación disfrazados de rebeldía hacia la antigua metrópolis, el castellano hispanoamericano emprendió una decidida andadura beneficiada por los aportes de las lenguas nativas en el marco formativo de las nuevas naciones. Asimismo, con las enriquecedoras contribuciones de las vanguardias europeas y de la intelectualidad española exiliada, el castellano hispanoamericano cuajó en una lengua de gran horizonte expresivo que hacía presagiar un extraordinario salto cualitativo de la cultura. Sin embargo, desde mediados del siglo XX, esta lengua, condicionada y empobrecida por la consigna de «escribir para el pueblo», por una parte y por otra, instrumentalizada por el poder dictatorial, fue progresivamente acusando los devastadores ataques a su esencialidad significante.
En Argentina, por ejemplo, el Estado terrorista, valiéndose de un perverso uso de los eufemismos se autodenominó «Proceso de Reorganización Nacional», expresión que en su forma sintetizada – «Proceso»- muchos hasta hoy siguen utilizando para denominar al período de sangrienta dictadura, como en España, el separatismo catalán llama “procés” al proyecto de independencia con el que pretende tapar el saqueo de las arcas públicas autónomas por la oligarquía local.
En la Argentina de la Dictadura, las bandas paramilitares que secuestraban, asesinaban y robaban siguiendo un plan de persecución y exterminio sistemático de opositores fueron llamadas «grupos de tareas», «secuestrar» se dijo «chupar» y «chupadero» al campo de concentración clandestino, a donde iban a parar las víctimas de la represión condenadas a «desaparecer», es decir al asesinato. La denuncia internacional de la tragedia que vivía el país fue considerada por gran parte de los argentinos como una «injerencia extranjera» al tiempo que se reconocían como “derechos y humanos», ese escandaloso eslogan con el que “la argentinidad social” que prefiguraba aquella del «yo, argentino», equivalente a lavarse las manos, pretender no saber nada, no tener responsabilidad ni compromiso, quiso ocultar la trágica realidad. Así, estas expresiones, que consagraban la cobarde fatuidad civil de una parte del pueblo argentino, eran tomadas como definiciones reales de la identidad nacional. Con la restauración democrática, la lengua no escapó ni a las secuelas del horror ni de la quiebra ética que la Dictadura instaló en el imaginario social. Surgió así una lengua al servicio del fraude, el disimulo, la corrupción y el sensacionalismo.
Una vez caídas las dictaduras militares, las democracias, nacidas con la tara de la deuda externa y la quiebra ética, quedaron bajo la tutela del poder económico, el cual convirtió los países en espacios mercantiles, feudos donde operan las compañías transnacionales imponiendo sus productos de consumo masivo y rápida digestión a través de líneas alimenticias, farmacéuticas, musicales o editoriales consagrando el uso de una lengua instrumental que embota el pensamiento y tergiversa la realidad.
Al mismo tiempo, el proceso de globalización no sólo ha trastocado el mapa internacional ajustándolo a un orden económico que ha radicalizado la división internacional del trabajo, sino también el sentido de palabras y conceptos sobre los cuales se funda el orden social y moral de toda comunidad.
La globalización impulsada por el capitalismo neoliberal por un lado y, por otro, por las perversas políticas de control y represión social, generadas durante la Guerra Fría e intensificadas tras los atentados del 11-S, han sembrado de minas el campo semántico del lenguaje con la inestimable colaboración de la clase política, de los medios de comunicación y las redes sociales, y de grupos presuntamente progresistas, acentuando la inestabilidad y la confusión en el sentido de las palabras. Desde esta perspectiva, vocablos o conceptos como estado, nación, soberanía, familia, empleo, tortura, hombre, mujer, etc., aparecen vaciados de contenido y no dicen lo que se supone que dicen porque sus límites semánticos han sido relativizados y tornados difusos.
Así, el Estado, y concretamente el Estado-nación, ya no define el marco en el que determinadas comunidades encuentran su identidad y, en consecuencia, la tradición, la historia, la cultura y los usos propios y comunes, sino un espacio menor subsumido por otro mayor que puede ser, institucionalmente, el Estado transnacional -la Unión Europea, por ejemplo, o la ONU-, y, sobre todo, por esa perversa abstracción denominada “mercado”, que ha reducido su jurisdicción política y esponjado su soberanía en favor del poder económico transnacional, cuyas reglas no atienden a las necesidades humanas sino a la dinámica concentracionaria del capital. Tampoco hemos de olvidar la presencia tóxica de los estados paralelos que conforman grupos terroristas o narcotraficantes, que operan en el seno de los estados convencionales a cuyas instituciones extorsionan a través de la violencia.
Una sociedad anodina y culturalmente yerma es campo propicio para un discurso político reducido a la expresión de eslóganes de venta, al insulto, la descalificación del rival y al power point en detrimento del argumento, de la precisión, del diálogo, del concepto y del valor de las ideas y del conocimiento, entre otros recursos imprescindibles para la comunicación y el entendimiento entre las personas, los partidos y los sindicatos, las entidades empresariales y las culturales, y el electorado en general para una eficaz gestión de la res publica, cuyo propósito es o debería ser el bien común.
Resulta dramático observar cómo la mayoría de los políticos no encuentra las palabras adecuadas para explicar a los ciudadanos la realidad del país y de un mundo en el que millones de personas mueren de hambre o en guerras, sufren la precarización laboral o quedan sin trabajo, sin viviendas o sin esperanzas de futuro. Resulta dramático comprobar cómo sus frases hechas y vacuas se enredan en madejas de intereses mezquinos que disimulan la corrupción ética y económica, reducen el bienestar de los ciudadanos y ponen en peligro la paz y la democracia.
Por esto conviene tener en cuenta que las transformaciones que se producen en la superficie de la lengua son frutos de un proceso natural que responde a las exigencias de las realidades social, cultural, tecnológica, científica, etc., y a las influencias interlingüísticas. El alcance de estos factores, propios de la evolución cultural y del pensamiento colectivo, es el que determina que los cambios se consoliden en el cuerpo histórico de la lengua. De aquí que las alteraciones morfológicas, sintácticas o semánticas, tanto las que proceden de los poderes fácticos como de grupos o movimientos pretendidamente progresistas, operan como agentes corruptores de la lengua funcionales al sistema de opresión.
Quienes, intencionada o inocentemente, ignoran la evolución natural de las lenguas y los fundamentos estructurales del sistema lingüístico tienden a proponer y cometer torpezas y a guiar el habla hacia entelequias que generan jergas artificiosas y excluyentes en beneficio de determinados grupos. La transformación de nuestras sociedades en sociedades más justas, solidarias y equitativas no depende de instrucciones normativas bien o mal intencionadas sino de la evolución ideológica de la sociedad.
Joseph de Maistre[ix], citado por George Steiner, escribió: “Ninguna lengua pudo ser inventada ni por un hombre que hubiera podido hacerse obedecer, ni por varios que hubieran podido hacerse oír”, ni siquiera, aunque exista una correlación directa entre el estado del lenguaje y el cuerpo político de una sociedad, ni siquiera aunque haya una correlación exacta “entre la descomposición nacional o individual y el debilitamiento u oscurecimiento del lenguaje”.
Así como el lenguaje economicista excluye a los ciudadanos de la comprensión de la realidad económica y genera analfabetos políticos incapaces de intervenir con sentido en la vida social que vive, también otros lenguajes artificiosos hacen infructuosas justas reivindicaciones, como la emancipación de la mujer y la lucha contra la violencia machista, al tiempo que contribuyen a dividir a la clase trabajadora y a debilitar su lucha conjunta.
Estos metalenguajes excluyentes son las armas del poder para dividir a la población en rebaños identitarios, nacionalistas o supremacistas raciales, religiosos, económicos y sexuales, que actúan, algunos de ellos, sin conciencia de su funcionalidad.
Es por esto que, en un momento en la historia de la humanidad en que se hacen más necesarios que nunca la solidaridad y el amor al prójimo, las sociedades manifiestan un individualismo radical que mengua su fuerza colectiva y las somete a la inacción. En estas sociedades, la queja constante por todo es el síntoma de la impotencia; es el balido del cordero incapaz de huir del rebaño y del sacrificio, víctima de la prédica eficaz del antilenguaje que corroe la naturaleza gregaria del ser humano conduciéndolo a la creencia de que sólo él, como individuo y tal como se auto percibe, puede encontrar la salvación, cuando la tabla de salvación es la naturaleza gregaria de la humanidad.
Pero esto se ha perdido de vista, porque para el individuo contemporáneo, las identidades particulares se han convertido en refugios donde se guarece, cree guarecerse, de las asechanzas de la vida moderna. Este retraimiento en la individualidad es una reacción conservadora, quizás ligada al instinto de supervivencia, que clausura, en la medida que ignora al prójimo, la posibilidad de actuar por un cambio radical que propicie una sociedad más justa y equitativa. Este retraimiento, que supone el triunfo de la individualidad sobre lo social, conlleva el rechazo al anonimato que supone una causa común y la pretensión de agitar un signo de distinción, que, contradictoriamente, acaba por abanderar una nación, una lengua específica, una etnia o género; que explica la emergencia de los nacionalismos extremos o la proliferación de grupos de la más variada naturaleza, que elevan sus reivindicaciones particulares por encima del bien de la colectividad en general.
El sociólogo francés Émile Durkheim[x] explica que “el hombre de la sociedad de masas alienado por la división del trabajo se caracteriza por la anomia, el individualismo y la insolidaridad”. Este individuo masificado, que constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista actual, es incapaz de pensar en una revolución colectiva que lo resitúe en la historia y lo emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes leyes del mercado, porque habiendo sido despojado de toda esperanza ha entrado en el infierno y cree que para él ya no hay ni redención ni revolución posibles.
Su profundo malestar existencial, que la pandemia ha hecho más visible y palpable, revela los efectos negativos de una concepción del progreso basado en la explotación y la alienación masiva de los individuos y en la corrupción y destrucción de la naturaleza por parte de las elites de poder configurando una realidad, a cuyo trastorno también contribuye el espejismo de las realidades auto perceptivas.
Quizás un modo de salir de esta trampa sea no “pensar disparates”, pero la dificultad de pensar en las sociedades modernas es, probablemente, una las causas principales de este profundo malestar existencial –soledad, frustración, insatisfacción, ignorancia sobre el origen y el final de la vida, etc.- que se manifiesta con un sentimiento de extrañeza, según lo enunciaron algunos filósofos y escritores existencialistas, como Jean-Paul Sartre y Albert Camus, entre otros. El pensar racional y reflexivamente otorga al ser humano conciencia de sí, la cual le permite, en tanto ser viviente racional, desplegar su racionalidad en el orden del mundo. Sin embargo, para pensar, como dice Martín Heidegger, el ser humano ha de aprender a hacerlo porque el pensar no es fuente de conocimiento sino recurso y disposición para adquirirlo a través de la reflexión y la experiencia.
La cuestión es que, en las cada vez más deshumanizadas y cosificadas sociedades capitalistas, se ha anulado en el individuo la capacidad de pensar, imaginar y tomar conciencia de la realidad que vive y de la que es parte. Este individuo alienado, integrado a la masa explotada, apenas se reconoce como pieza del engranaje represivo del sistema y se muestra impotente para escapar de esa realidad unidimensional en la que está atrapado, como explica Herbert Marcuse[xi].
De aquí que los ataques que el poder y los movimientos funcionales a él realizan contra la lengua sean extremadamente graves, ya que afectan al pensamiento. La inteligencia del ser humano no puede pensar sin saber que piensa y no lo sabrá sin hablar con claridad; sin contar con una lengua, diáfana en el sentido de las palabras, sus morfologías y sintaxis, que exprese su ser y su conciencia de ser.
Al individuo masificado, a quien se le ha clausurado su capacidad para pensar e imaginar como ser racional, sólo le cabe interpretar la realidad a través de los sentidos. Este individuo alienado proyecta su yo como fuente de una realidad emocional e irracional que aparenta oponerse a la realidad unidimensional del sistema. Pero ambas realidades -la alienada y la emocional- son campos fértiles para la falsedad, la exasperación, la violencia y la ignorancia; ambas realidades están atravesadas por la irracionalidad en tanto niega una y carece la otra de la conciencia de humanidad que nace del pensamiento racional.
A través del control de los medios de comunicación de masas -esas formidables lavanderías de cerebros- y de las redes sociales – la colosal fábrica de autismo social- los ideólogos del capitalismo fomentan el individualismo y al mismo tiempo deshumanizan al individuo generando las condiciones para la manipulación de la opinión pública y el control casi absoluto de la economía, la política, la administración de la justicia y el aparato represivo del Estado.
Es así como, en ausencia de pensamiento, sobre todo del pensamiento crítico, se gestan los males de nuestra civilización y el desconocimiento del ser humano como especie; en esta ausencia se fraguan la vulgarización del arte, la cultura y la ciencia; el menoscabo de la política, de las instituciones democráticas y de cualquier organización humana que tienda al bien común; en esta ausencia se fundan la degradación de la naturaleza y también las paranoias acientíficas. Es decir, la ausencia de pensamiento es la fuente donde abrevan los agentes de la intolerancia y la violencia. Sin pensamiento sólo hay destrucción, aniquilación.
No obstante y a pesar de la confusión reinante, la opresión económica, las desigualdades, las discriminaciones raciales y sexuales, y las injusticias sociales, que parecen haber llegado a extremos insoportables, ciertas comunidades, independientemente del rango de desarrollo económico y madurez política que hayan alcanzado sus sociedades, están dando muestras de reacciones colectivas –Hong Kong, Ecuador, Bolivia, Chile, Colombia, Brasil, Francia, Irán, Perú, etc.- que cuestionan un sistema depredador y esencialmente inhumano. Si estas reacciones evolucionan, no todo parecerá perdido.
[i] Génesis, (Cap. 11, 1-9)
[ii] Adam Simith (1723-1790). Filósofo y economista escocés, autor de “La riqueza de las naciones” (An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations 1776), donde trata con rigor científico el proceso de creación y acumulación de las riquezas.
[iii] Karl Marx (1818-1883). Filósofo alemán considerado el padre de las ciencias sociales modernas, autor de “El manifiesto comunista” (1847), junto a Friedrich Engels, y “El capital” (1867)
[iv] Charles Chaplin (1889-1977). Director de cine británico, estrenó “Tiempos modernos” en 1936.
[v] Antonio Tello, Babel, confusión y dispersión, ECM 1028, 12/04/2023.
[vi] George Steiner (1929-2020). Filósofo y teórico de la literatura franco-inglés. “Lenguaje y silencio” (2003), “Los logócratas” (2006)
[vii] Stefano Agosti (1930-2018). Lingüista italiano.
[viii] Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Filósofo, matemático, lingüista y lógico austro-británico, autor de “Tractatus logicus-philosophicus” (1921).
[ix] Joseph de Maistre (1753-1821) Filósofo y teórico saboyano, autor de “Las veladas de San Petersburgo” (1821).
[x] Émile Durkheim. Sociólogo francés (1858-1917). En 1895, dio rango académico a la sociología en la Universidad de Burdeos.
[xi] Herbert Marcuse (1898-1979).Filósofo y sociólogo germano-estadounidense. “El hombre unidimensional” (1968).