BABEL, LA FRAGMENTACIÓN DEL HABLA COMO ESTRATEGIA DE DOMINIO

Por: Antonio Tello


A partir de la intuición de Heidegger según la cual el ser humano es una unidad de materia y tiempo, cabe inferir que la lengua, en tanto expresión humana, comparte la misma naturaleza existencial. Es así que la lengua participa de las vicisitudes del ser humano, cuya conciencia verifica su fluir.

Siguiendo el mito bíblico, el verbo, esa fuerza genésica que crea el mundo -la realidad del mundo-, es, paradójicamente, movimiento e inmovilidad, acción y  fijación. Esto significa que fuera de la realidad del mundo el verbo carece de conjugaciones de tiempo, de modo y de voz, pero dentro de su jurisdicción participa de la finitud humana y, consecuentemente, es vulnerable a la erosión del tiempo y a las tensiones e intereses encontrados  que se verifican entre los hombres, al mismo tiempo que, dada su naturaleza original, ha de resistir a la poderosa atracción del silencio del mismo modo que el ser humano se resiste volver al seno del Ser. De esta tensión que los funde, el hombre, consciente de las limitaciones de su inteligencia para trascender el misterio, necesita de la palabra para  construir su hogar y el espíritu necesita de la carnadura humana para manifestarse como voz capaz de describir la realidad del mundo.

El ser humano reconoce en la palabra su propia esencia y, en tanto ésta es acto, según la noción platónica, la suprema expresión de su deseo de libertad y autonomía en el mundo., por tanto, no puede permitir que ella sea absorbida por el silencio del origen ni degradada en su naturaleza por el mal decir humano. La palabra es su esperanza y su estatuto en la realidad del mundo.

La lengua, la palabra, no sólo manifiesta la jerarquía del ser humano sobre las demás criaturas que habitan en el mundo, sino también su pretensión de ocupar un lugar entre los dioses e incluso de sustituirlos. En esa soberbia lucha que el ser humano libra contra el poder de los dioses y sus epígonos mundanos, la palabra actúa contra la acción erosionadora del tiempo, contra el olvido, y construye la memoria y la justicia sin las cuales no existiría civilización alguna. Es sobre la memoria y la justicia que el ser humano se proyecta en el tiempo y trasciende más allá de su finitud en la realidad del mundo; es sobre la memoria y la justicia, sobre esta construcción ética,  que el ser humano levanta muros contra la impunidad.

La lengua es la fortaleza  de la identidad humana y, en tanto que sistema de comunicación, responde a una estructura que ya enunció Ferdinand de Saussure, el padre de la lingüística moderna. En su famoso curso transcripto por sus discípulos, Saussure señala que la lengua es al mismo tiempo estática (sincrónica) y dinámica (diacrónica). Con ello quiere significar que una parte permanece como el fundamento cultural de su sistema (la lengua propiamente dicha), y que otra se mueve y se modifica progresivamente (el habla, que es el uso que se hace del sistema).

Las modificaciones que se producen en el habla son diversas y numerosas y constituyen una respuesta a las exigencias de las distintas etapas históricas atravesadas por los cambios sociales, las aportaciones científicas y tecnológicas, y las influencias interlingüísticas, agentes que desencadenan un proceso natural que no responde a modas o impostaciones sociales, ideológicas o económicas sino a la sedimentación en el cuerpo histórico de la lengua de los cambios culturales producidos en la comunidad  hablante.

Pero si bien esta fortaleza de la lengua pone a resguardo el bienestar y el entendimiento de la comunidad humana, su vulnerabilidad supone un grave peligro para sí misma  y para la comunidad. Esta vulnerabilidad es la que ha que ha dado lugar al discurso de las ideologías totalitarias, políticas y religiosas; a la jerga vulgar de la sociedad masificada y al perverso uso de los eufemismos en los regímenes totalitarios y en las  democracias menoscabadas creando un denso malestar social al inducir al hablante a preguntarse por su capacidad para expresarse y ser comprendido; por su impotencia para manifestar la soledad existencial cuando se han perdido las referencias morales del mandato divino o de la razón. 

La felicidad del ser en el mundo se nutre de la justicia y su sentido nace de esa exigencia moral que aspira a la armonía entre los individuos y con las cosas que lo rodean. Esa aspiración se expresa a través del lenguaje y de la complejidad semántica de la palabra, de modo que la desnaturalización de ésta significa la desnaturalización de la realidad del mundo y de la comunicación cada vez más fragmentaria e inconexa entre los seres humanos. En 1902, Hugo von Hofmannsthal en su Carta de Lord Chandos manifestaba así, casi con desesperación, su desconcierto y malestar generado por este proceso perturbador de la realidad:

«Ya no lograba aprehenderlas [las cosas] con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me deshacía en partes, las partes otra vez en partes, y no se dejaba ya abarcar con un concepto. Las distintas palabras flotaban alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y en las que yo a mi vez tenía que sumergir mi mirada: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.» 

La palabra «árbol» identifica al árbol en tanto las referencias morales que sustentan a la comunidad hablante siguen vivas, pues es a través de estas referencias que el individuo mantiene la posición central desde la cual observa y organiza la realidad a través de las palabras. El desencuentro entre el sentido de la palabra y la vida hace más lacerante las limitaciones del lenguaje para alcanzar ese concepto universal que late en cada palabra «más allá de las fronteras establecidas por los significantes», como afirma el lingüista italiano Stefano  Agosti. La palabra «árbol», no obstante su precisión, cuando ha perdido su faro ético expresa un significado abstracto, pero no el sentido último y secreto que expresaría el significante, lo cual conduce al lenguaje mudo, esa «lengua en la que hablan las cosas mudas», como dice Hofmannsthal por boca de Lord Chandos. De aquí que Wittgenstein señale los límites y la incapacidad del lenguaje de la modernidad para nombrar la totalidad de la vida, cuando hasta el siglo XVII, en palabras de George Steiner, “la esfera del lenguaje abrazaba casi la totalidad de la experiencia y de la realidad”.

“La Torre de Babel”, de Pieter Brueghel el Viejo

Hoy, acaso sólo el lenguaje poético, que incorpora elementos de otros lenguajes no verbales, como la música o las matemáticas, puede iluminar algunas de las zonas más oscuras de la vida en el mundo y por ello, el poeta, quien ha debido ocupar el campo abandonado por los filósofos que han desertado en favor de la sociología, ha de convertirse en un logócrata, en un guardián de la palabra, con el deber de expresar sin concesiones la experiencia verbal, incluso de aquello que, como el horror, apenas puede articularse. Pero el poeta también sabe que el suyo es un esfuerzo sin recompensa, porque también el poema es un fragmento del todo que quiere expresar.

Es así que el primer síntoma de decadencia de una civilización se verifica en la lengua. En 1946, ya en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, George Orwell escribió “La política y el idioma inglés”, que inicia afirmando:

 “Nuestra civilización está en decadencia y nuestro lenguaje -así se argumenta- debe compartir inevitablemente el derrumbe general”. En este breve y lúcido ensayo, Orwell aclara que las causas de esta decadencia que afecta al lenguaje son políticas y económicas, y que ese lenguaje degradado retroalimenta la decadencia general de la civilización. “Un hombre -dice Orwell- puede beber porque piensa que es un fracasado, y luego fracasar por completo debido a que bebe” y enseguida añade que el idioma  inglés se ha vuelto “tosco e impreciso porque nuestros pensamientos son disparatados, pero la dejadez de nuestro lenguaje hace más fácil que pensemos disparates”.

Pero ¿en qué consiste la dejadez del lenguaje? La respuesta es tan sencilla como evidente. La dejadez es el desaliño estilístico, el uso de imágenes trilladas, la imprecisión, la pobreza léxica, el uso de adjetivos ampulosos o meramente ornamentales, la utilización indiscriminada de frases verbales en lugar de verbos simples, el empleo de una dicción pretenciosa. Esta dejadez, que da lugar a un discurso o un texto donde lo concreto y significativo se pierde, tanto en el habla como en la prosa, es lo que provoca un latente y difuso malestar espiritual, como síntoma de la impotencia del individuo para comunicarse con el otro con fluidez. La extensión de lugares comunes, muletillas, extranjerismos sustitutorios, metáforas hueras, desorden sintáctico, torpeza prosódica, etc., empobrecen y reducen toda lengua a un estado mecánico y funcional que entorpece la comunicación y abotarga el pensamiento.

Lo dicho por Orwell acerca de la lengua inglesa es aplicable a la castellana. Nadie duda de que el castellano es una las lenguas más evolucionadas del mundo y que goza de una extraordinaria vitalidad. Sin embargo, como toda producción humana, es vulnerable a la acción de los agentes degenerativos que laten en el seno de la sociedad y que se activan en momentos de opresión o estancamiento espiritual

A finales del siglo XIX y principios del XX, el casi desesperado intento de Azorín de revitalizar la lengua castellana peninsular, adormecida por el absolutismo y la pereza, tuvo eco en Antonio Machado, quien recogió las propuestas simbolistas a través del modernismo allegado por Rubén Darío, en Juan Ramón Jiménez, quien también siguió inicialmente la estela rubendariana, y en los poetas de la Generación del 27. Sin embargo, este portentoso impulso revitalizador quedó abortado tras la Guerra Civil, pues la derrota de la República significó también la derrota de la lengua castellana peninsular.

Durante la larga dictadura franquista las palabras del castellano peninsular sufrieron un ataque devastador, que permitió a la Dictadura edificar una falsa realidad sustentada en el oscurantismo religioso y político.  Si bien la lengua genuina ilumina la verdad, en un régimen dictatorial o totalitario, las palabras sufren una mutación de sentido orientado a velar la verdad y a legitimar el sistema. Así, el franquismo  usó la palabra “paz” para ocultar la represión, la persecución, el padecimiento y la humillación de miles de opositores o sospechosos de serlo, y construir el aparato del Estado con leyes autoritarias que distorsionaron la vida y los hábitos de los ciudadanos. La “ley” era la palabra espuria de la dictadura. Y, en tanto que los intelectuales que habían apoyado el proyecto democrático de la República fueron asesinados, encarcelados u obligados al ostracismo interior o al exilio, los intelectuales del régimen consagraron un sistema de pensamiento embrutecedor e intolerante. Un sistema que añadió al hambre y la miseria dejadas por la guerra, la pobreza del pensamiento. En este contexto, los portavoces del nacional-catolicismo buscaron y encontraron en las raíces del antiguo castellano inquisitorial e imperial los recursos para una lengua oficial que apuntalaba el discurso retórico, tan grandilocuente como hueco, del régimen.

Este castellano mecánico de palabras cerriles y pesada sintaxis sirvió para edificar los muros detrás de los cuales se atrincheraron los españoles durante cuarenta años. Tras ese «gesto nobilísimo de cristiana edificación» se confeccionó un «traje a nuestra medida, español y castizo» para combatir a los enemigos que amenazaban la grandeza española

El habla se convirtió en jerga, en farfullo irascible de exclusión y confrontación permanente. «Rojos», «ateos», «comunistas», «judíos», “masones”, eran, entre otras, palabras que encarnaban enemigos diabólicos en perennes «contubernios» o «conspiraciones judeo-masónicas» desde la «pérfida Albión» o desde el «país del brioche y del bidet» contra España, la cual encarnaba la «patria», los «cristianos», los «católicos».

Para el pensamiento franquista no importaba que otros pueblos estudiasen, trabajasen y fuesen más cultos y prósperos y disfrutaran de un mayor bienestar, pues, falazmente, nada era mejor ni más grande que ser español. España era “una, grande y libre”; era la España “diferente”, la España del  “que inventen ellos”, frase con la que el español de la era franquista llegó a jactarse de su ignorancia. Los ideólogos que habían fraguado el castellano oficial como un baluarte de la España dictatorial y que sabían de la debilidad y, tal vez, de la ilegitimidad de su propósito, clamaban contra la «falsa modernidad» que venía del extranjero y que amenazaba con la disolución de la lengua. De acuerdo con esta creencia es que en 1940, como recoge Martín Gaite, se prohibió el «uso innovador y deformante de vocablos extranjeros en marcas, rótulos, frases y escritos [que constituían] desollamientos en la piel española».

Como consecuencia de este proceso castrador, la rigidez sintáctica y la retórica dificultaron el desarrollo estilístico fuera de la tradición realista, en la que quedó sujeta la producción literaria española. La restauración democrática, si bien creó un nuevo marco expresivo y favoreció algunos intentos innovadores, éstos se vieron limitados por las tendencias uniformizadoras determinadas por el poder económico mundial y que encontraron sus plataformas en los grandes grupos editoriales y los medios de comunicación.

En América, el castellano hispanoamericano, una vez superados los complejos surgidos tras la emancipación y disfrazados de rebeldía hacia la antigua metrópolis, emprendió una decidida andadura beneficiada por los aportes de las lenguas nativas en el marco formativo de las nuevas naciones. Este sentimiento de independencia alimentado por el espíritu romántico fraguó en el subcontinente nuevas realidades lingüísticas comprometidas en un proceso emancipador.

Con los enriquecedores aportes de las vanguardias europeas y de la intelectualidad española exiliada, el castellano hispanoamericano cuajó en una lengua de gran horizonte expresivo que hacía presagiar un extraordinario salto cualitativo de la cultura. Sin embargo,  las dictaduras que se sucedieron a partir de la segunda posguerra mundial, en particular desde los años setenta,  y la retórica revolucionaria inspirada en el realismo socialista, por un lado, y la deriva del orden capitalista mundial tras la caída del bloque soviético, por otro, dieron paso a una lengua bastardeada por el autoritarismo, la corrupción y la mediocridad. La lengua, por una parte condicionada y empobrecida por la consigna de «escribir para el pueblo», y por otra instrumentalizada por el poder dictatorial, fue progresivamente acusando los devastadores ataques a su esencialidad significante.

En Argentina, por ejemplo, el régimen del Estado terrorista se autodenominó «Proceso de Reorganización Nacional», expresión que en su forma sintetizada  -«Proceso»- muchos hasta hoy siguen utilizando para denominar a ese período de sangrienta dictadura, como ahora en España, el separatismo catalán llama “procés” al proyecto de independencia con el que pretende tapar el saqueo de las arcas públicas autónomas por la oligarquía local.

En un vasto contexto de falseamiento de la realidad, en la Argentina del Proceso, las bandas paramilitares que secuestraban, asesinaban y robaban siguiendo un plan de exterminio sistemático de opositores fueron llamadas «grupos de tareas», «secuestrar» se dijo «chupar» y «chupadero» designó al campo de concentración clandestino, a donde iban a parar las víctimas de la represión condenadas a «desaparecer», es decir al asesinato. La movilización internacional que denunció la tragedia que vivía el país fue tomada por la Dictadura y gran parte de la sociedad argentina como una grave «injerencia extranjera» en los asuntos internos nacionales, al tiempo que proclamaba con jactancioso orgullo “somos derechos y humanos», ese escandaloso eslogan con el que “la argentinidad social”  pretendió ocultar la trágica realidad que prefiguraba aquella del «yo, argentino», equivalente a lavarse las manos, pretender no saber nada, no tener responsabilidad ni compromiso. Así, estas dos expresiones que consagraban la cobarde fatuidad civil eran tomadas como definiciones reales de la identidad nacional. Con la restauración democrática, la lengua no escapó ni a las secuelas del horror ni al sentimiento de impunidad. Surgió así una lengua al servicio del fraude, el disimulo, la corrupción y el sensacionalismo.

Caídas las dictaduras militares, las democracias, nacidas con la tara de la deuda externa y la quiebra ética, quedaron bajo la tutela del poder económico, el cual convirtió los países en espacios mercantiles donde operan las compañías transnacionales, desde las alimenticias hasta las armamentísticas, desde las farmacéuticas hasta las editoriales. Éstas imponiendo, por ejemplo, sus productos de consumo masivo y rápida digestión  a través de líneas editoriales que han consagrado el realismo costumbrista y el uso de una lengua instrumental, que teje esa densa trama ideológica que embota el pensamiento y tergiversa la realidad.

Tal actual estado de cosas es parte del proceso de globalización desarrollado bajo el impulso del neoliberalismo que no sólo ha trastocado las fronteras que definían el mapa internacional sino también el sentido de palabras y conceptos sobre los que se fundaba el orden social y moral de la modernidad. A pesar de que tales palabras y conceptos permanecen en el discurso político  son en realidad cadáveres del lenguaje, que seguimos utilizando como entidades vivas.

En el capítulo cuarenta y nueve de la Edda Menor, poemas y leyendas escandinavas y germanas antiguas recogidas por Snorri Sturlusson, se cuenta la historia de una cruenta batalla que no cesará hasta el «crepúsculo de los dioses», pues los guerreros que mueren al atardecer son los que combaten al día siguiente. Como esos guerreros muertos que siguen combatiendo cada día en una batalla interminable, muchas palabras siguen diciéndose aunque hayan perdido sus vidas. El sociólogo alemán Ulrich Beck en su libro “La invención de lo político” las llama palabras zombies, como en el sincretismo animista del vudú se les llama a los muertos vivientes.

Por un lado la globalización impulsada por el capitalismo neoliberal y por otro las políticas perversas de control  y represión social generadas durante la Guerra Fría e intensificadas tras los atentados del 11-S han sembrado de minas el campo semántico del lenguaje con la inestimable colaboración de la clase política y de los medios de comunicación, acentuando la inestabilidad y la confusión en el sentido de las palabras. Desde  esta perspectiva, vocablos o conceptos como estado, nación, soberanía, familia, empleo, tortura, etc., aparecen vaciados de contenido y no dicen lo que se supone que dicen porque sus límites semánticos han sido relativizados y tornados difusos. 

Así, el Estado, y concretamente el Estado-nación, ya no define el marco en el que determinadas comunidades encuentran su identidad y, en consecuencia, la tradición, la historia, la cultura y los usos propios y comunes, sino un espacio menor subsumido por otro mayor que puede ser, institucionalmente, el Estado transnacional -la Unión Europea, por ejemplo, o la ONU-, pero sobre todo por esa perversa abstracción denominada  “mercado”, que ha reducido su jurisdicción política y vulnerado su soberanía en favor del poder económico transnacional, cuyas reglas no atienden a las necesidades humanas sino a la dinámica concentracionaria del capital. De este modo, los parlamentos nacionales ya no legislan a partir del mandato de los ciudadanos sino de las instrucciones del poder supranacional, lo que hace que la palabra “soberanía” -nacional o popular- quede vaciada de contenido.

Tampoco la voz empleo tiene el mismo sentido que tenía, pues ya no significa trabajar en un marco social más o menos protegido, sino en otro condicionado por la inseguridad, la flexibilidad, la precariedad, etc., términos que, a su vez, alejan al trabajador cada día más de los beneficios logrados tras duras batallas sociales de la clase trabajadora. La jornada de ocho horas, por ejemplo, sólo es un esqueleto conceptual superado por la realidad de las horas extras gratuitas, impuestas por los patronos y aceptadas por el trabajador inducido por el temor a perder su empleo.

 ¿Y qué decir de familia, concepto también superado por la realidad y al que se quiere acotar a valores tradicionales conservadores? Igualmente la palabra tortura, acaso una de las voces de mayor carga de rechazo ético, se ha visto sometida a un soberbio ataque de relativización de su significado, como se desprende de los manuales de la CIA y del discurso de la Administración estadounidense, haciéndola aparecer como una voz indefinida equiparable a abuso, exceso, apremio, secuestrando así la imaginación del individuo y bloqueando la repugnancia del acto que define.

Este desplazamiento del campo semántico de muchas palabras constituye acaso uno de los mayores dramas que vive la humanidad en el presente, porque siembra la confusión y el ruido, clausura el entendimiento y dificulta la convivencia entre los seres humanos.

En nuestro tiempo, como afirma George Steiner, “el lenguaje de la política se ha contaminado de oscuridad y locura. Ninguna mentira es tan burda que no pueda expresarse tercamente, ninguna crueldad tan abyecta que no encuentre disculpa en la charlatanería del historicismo. Mientras no podamos devolver a las palabras en nuestros periódicos, en nuestras leyes y en nuestros actos políticos algún grado de claridad y de seriedad en su significado, más irán nuestras vidas acercándose al caos”.

El proceso de degradación del discurso político, que parece haberse acelerado desde que, en 1989, Francis Fukuyama decretó el fin de la historia y de las ideologías, amenaza con clausurar definitivamente la capacidad de razonamiento colectivo. Ni la clase política ni los medios de comunicación parecen interesados en  romper con la palabrería asfixiante que vacía de contenido cualquier mensaje. Así es como hemos entrado en la era de la posverdad, tal como ahora se le llama a la  mentira que se utilizó como verdad durante un tiempo.

El desconocimiento de la sintaxis, la ortografía, la pobreza del vocabulario y las dificultades para expresarse de modo coherente que se observan tanto en el habla cotidiana como en los comentarios de los lectores en los diarios o en artículos, noticias y reportajes de los medios de comunicación, escritos, radiofónicos y televisivos, y en éstos la manipulación informativa, son síntomas que revelan una mala praxis educativa y una perversa política de alienación y narcotización de la sociedad.

Una sociedad anodina y culturalmente yerma es campo propicio para un discurso político reducido a la expresión de eslóganes de venta, al insulto, la descalificación del rival y al power point en detrimento del argumento, de la precisión, del diálogo y del contenido, entre otros recursos imprescindibles para la comunicación y el entendimiento entre las personas,  los partidos y los sindicatos, las entidades empresariales y las culturales, y el electorado en general para una eficaz gestión de la res publica. 

Resulta dramático observar cómo la mayoría de los políticos no encuentra las palabras adecuadas para explicar a los ciudadanos la realidad del país y de un mundo en el que millones de personas mueren de hambre o en guerras, quedan sin trabajo, sin viviendas o sin esperanzas de futuro. Resulta dramático comprobar cómo sus frases hechas y vacuas se enredan en madejas de intereses mezquinos que disimulan la corrupción ética y económica, reducen el bienestar de los ciudadanos y ponen en peligro la paz y la democracia. 

Pero no creamos que la idea de la confusión como sustento del poder es algo nuevo. Ya el mito de la Torre de Babel, que se describe en el Génesis, entre los versículos 1 y 9 del capítulo 1, se lee cual es la reacción de Yahvé cuando ve amenazado su dominio sobre los hombres:

“Yhavé descendió para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban edificando y dijo: «He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua; siendo este el principio de sus empresas, nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros». Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel,​ porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie.”

El ruido, la violencia y el caos están en el origen de la corrupción de la lengua y de las dificultades del ser humano para comunicarse y fortalecer los lazos de confianza y solidaridad que sustentarían la convivencia pacífica en un mundo más justo.

Las modificaciones que se producen en la superficie de la lengua son diversas y numerosas y constituyen una respuesta a las exigencias de las realidades social, tecnológica, científica, etc., y a las influencias interlingüísticas. El alcance de estos factores es el que determina que las nuevas voces se consoliden o no en el cuerpo histórico de la lengua. Se trata, pues, de un proceso natural, que no responde a caprichos o veleidades de grupos o movimientos empeñados por su cuenta en modificar la realidad lingüística con la intención de transformar la realidad cultural.

En los años ochenta, cuando el mundo era gobernado por un triunvirato ultraconservador -Wojtyla, Thatcher, Reagan-, se trató de imponer a la lengua una «corrección política», para atenuar u ocultar con un habla impostada los excesos de su política. Aunque inconsciente quizás y de forma menos sofisticada, la misma actitud conservadora tienen ahora algunos grupos de supuesta progresía que pretenden «modificar» la realidad en consonancia con sus aspiraciones forzando caprichosamente formas y recursos del sistema lingüístico.

A unos y a otros la lengua responde con su propia realidad y su propio ritmo. Ella asumirá sin imperativos los cambios culturales de una sociedad cuando éstos se produzcan verdaderamente; cuando, en el seno de la comunidad de hablantes, los cambios se produzcan efectivamente. Tampoco hay que olvidar que la lengua evoluciona hacia la síntesis y que es implacable con las torpezas retóricas, gramaticales, políticas o ideológicas que se le quieren injertar.

La toma de conciencia de la injusticia social, dentro de la que cabe el concepto de discriminación, sea racial, sexual o de cualquier otra naturaleza, constituye uno de los elementos más positivos atribuibles al progreso de los sistemas democráticos de gobierno. Las lenguas no son ajenas a esa dinámica y evolucionan naturalmente en tanto son vehículos de la cultura y la ideología de los hablantes. Quienes ignoran este proceso y los fundamentos del sistema lingüístico tienden a cometer torpezas y a pretender guiar el habla hacia entelequias que generan una jerga estúpida y absurda, como la que ahora se promueve desde ciertos estamentos sociales, institucionales y académicos. Resulta incomprensible que profesionales, incluyendo entre estos a profesores universitarios allegados al campo lingüístico y filológico, den cobertura intelectual al disparate de interpretar, en castellano, el genérico como una especie de capricho normativo «no democrático».

La transformación de nuestras sociedades en sociedades más justas y equitativas no depende de instrucciones normativas bienintencionadas sino de la evolución ideológica de la sociedad, cuya habla incorpora progresivamente las nuevas condiciones de la relación entre los individuos al sustrato histórico de la lengua si tales condiciones se internalizan y consolidan en una nueva cultura. Ni la «visibilidad de la mujer» en el lenguaje ni su emancipación social se verificarán, como tampoco se reducirá la violencia machista, porque se diga «personas becarias» en lugar de «becarios», «maestros y maestras» en lugar de «maestros» o “todos y todas”, etc.

Está claro que quienes impulsan estas campañas no se fundamentan en estos conceptos básicos de la lengua, sino en un buenismo simplista barnizado de progresismo que, paradójicamente, concuerda con el principio conservador de la «corrección política». Una corrección vinculada al «pensamiento único» imaginado por las clases dominantes con el propósito de enajenar y hegemonizar a la masa social. Quiere decir, que los impulsores de estas campañas ni siquiera imaginan que están siendo funcionales al poder que quieren vencer.

La razón instrumental de la que hablaban los filósofos de la Escuela de Frankfurt, aplicada por quienes controlan el poder a las ciencias sociales, los medios de comunicación y la publicidad,  ha permitido fraguar un discurso alienante que, en su fase actual, ha hecho del eufemismo y la torpeza léxica su principal herramienta de trastorno semántico de las palabras y, consecuentemente, de la realidad e identidad de los individuos. 

La finalidad de esta política es borrar del imaginario del individuo toda referencia a su identidad humana y cultural y al lugar que ocupa en el mundo y en la sociedad, y sellar en su mente la imposibilidad de cualquier tipo de rebelión y emancipación social o individual.

Otro de los agentes que opera en el lenguaje y hegemoniza el poder de las oligarquías capitalistas, y sobre el que deberíamos centrar nuestra atención, es el clasismo, es decir, la discriminación social por clases. Ya sea de forma hablada o escrita este lenguaje utiliza expresiones que tienden a naturalizar el poder de la clase dominante y a estratificar la población en segmentos jerárquicos, y que se aceptan como axiomas traducibles a otras formas de discriminación, como lo son el sexismo -pensemos en los distintos valores que tienen las expresiones “hombre público” y “mujer pública”- o el racismo, ejemplificado en el uso que se les da a las voces “judío”, “gitano”, “negro”, “bolita”, “paragua”, “sudaca”, “indio”, etc. etc.

En este territorio de dominio ideológico y de control social, el poder también recurre al eufemismo, como ya ejemplifiqué, y al vaciamiento de los significados cuando no a la desaparición de voces y expresiones que pueden amenazar su hegemonía. En las sociedades capitalistas más desarrolladas – escribió el profesor español Vicenç Navarro- uno de los indicadores del poder alcanzado por la clase dominante es la tendencia a hacer desaparecer del lenguaje expresiones como “clase trabajadora” o “lucha de clases” y a la casi nula utilización por parte de los medios de comunicación y de los estamentos académicos de las categorías de clase social para analizar la realidad social.

Es evidente de que hay clases sociales -burguesía, pequeña burguesía y clase trabajadora- cuyos intereses son distintos, pero cuya reformulación – “clase alta”, “clase media” y “clase baja”- crea la ficción de que la clase trabajadora ha desaparecido fagocitada por la “clase media” o se ha transformado en “clase baja”, expresión peyorativa con la que se categoriza a la ciudadanía de rentas más bajas. De este modo quedan consagradas las castas superior, media e inferior, cuyas obligaciones impositivas son inversamente proporcionales en la medida que el salario es considerado una ganancia sujeta a gravamen y no una renta del trabajo, la cual debería tener un tratamiento distinto al de los beneficios de la plusvalía que obtienen los dueños de los medios de producción. La insidiosa confusión entre clases sociales y grupos de renta que se da a través del lenguaje es uno de los muchos recursos de los que se vale la clase dominante para consagrar su poder y naturalizar la explotación de la clase trabajadora.

Del mismo modo que Yahvé confundió las lenguas y dispersó la población para asegurar su dominio sobre los hombres, las clases dominantes han seguido prolongando el mito babélico. Es así que esta perversa fragmentación de las sociedades humanas, que la sabiduría popular reconoce en el “divide y vencerás”, se verifica en los nacionalismos y en los supremacismos racial, religioso, académico, económico y sexual que generan  metalenguajes excluyentes, a pesar de que, en algunos casos, en el colmo de la confusión y el desconocimiento, sus agentes pretendan abogar por la equidad y la inclusión.

En el apogeo de la impostura, esta lengua instrumental que surge de la confusión permite que las guerras colonialistas sean llamadas «preventivas» o «humanitarias», que las víctimas civiles se denominen «daños colaterales», el genocidio, «limpieza étnica», el abuso, «responsabilidad», la invasión, «liberación», los países pobres, «países emergentes», y que «amor», «solidaridad», «perdón», “revolución”, “matrimonio”, “familia”, etc., sean meros esqueletos fonéticos cuya carnadura se ha perdido por el uso sin el correlato del  acto que implican. Por esto, la palabra sustantiva, cuando es atacada por las fuerzas irracionales del poder político y económico, pierde paulatinamente su capacidad de acción y acaba paralizada. Enredada en el gran barullo verbal del sistema, la confusión babélica, la palabra no puede expresarse y comunicar la verdad. Su parálisis implica la parálisis del espíritu y con ella la injusticia, el olvido, la impunidad.

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