Por: Antonio Tello
“Las venas abiertas de América Latina” fue el fruto de una forma de mirar la realidad del continente desde la perspectiva de los desposeídos de sus tierras y sus culturas originales. Un modo de transmitir las historias que la Historia oculta.
Por Antonio Tello
La escritura del autor de “Las venas abiertas de América Latina” no es nueva, porque tiene sus raíces en la tradición cultural americana, pero sí lo son el tono y el modo de afrontar sin ornatos retóricos los diferentes géneros literarios en función de un mismo mensaje de denuncia de las causas de la marginalidad y subdesarrollo de América Latina.
La trayectoria de Eduardo Galeano (Montevideo, 1940-2015), es la del intelectual latinoamericano que ha asumido un compromiso militante con la realidad continental.
Su literatura es periodística y su periodismo es literario en el modo como lo eran los cronistas de Indias que, como Guamán Poma de Ayala, Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de las Casas, entre otros, informaron de la realidad continental y revolucionaron el pensamiento europeo y hasta trastocaron el orden de la fantasía.
Galeano era un hombre –un intelectual latinoamericano- de su tiempo. Heredero de una de las dos corrientes que desde los tiempos de la Conquista marcaron la evolución de la cultura y la literatura del continente y fruto inmediato de la Revolución Cubana, que marcó un antes y un después en la percepción y exposición de la realidad social, política y cultural del continente por parte de los intelectuales y que, al mismo tiempo generó una retórica que fue objeto de una ardua e enriquecedora polémica en la izquierda acerca de la función y las formas de la literatura.
La publicación en 1970 de “Las venas abiertas de América Latina” y la fundación de la revista “Crisis” por parte de Galeano constituyeron verdaderos revulsivos, herramientas ideológicas de gran eficacia para los intelectuales progresistas de esa época y cuya influencia se ha prolongado hasta ahora.
De hecho, el ensayo histórico y la revista de Galeano eran parte de un proceso cultural y, dentro de éste, de una opción hasta entonces condicionada por las circunstancias y la dificultad de los intelectuales –en general miembros o allegados a las clases dirigentes- no sólo para asumir la voz de las víctimas del poder, sino para ponerse en su lugar y contar los hechos desde su perspectiva y sin los atenuantes o disfraces impuestos por el lenguaje de las clases dominantes.
Para comprender el soporte ideológico de la obra de Galeano no basta con situarlo en el bando de una izquierda intelectualmente radical. Su izquierdismo define su posición política, pero no su actitud de militante sensible a la historia, en tanto que sucesión de hechos y comportamientos, que han desembocado en el estado de subdesarrollo y miseria crónico y latente que viven los países latinoamericanos y, consecuentemente, la mayoría de las gentes que lo habitan.

Desde las primeras décadas del siglo XX, los intelectuales latinoamericanos, bajo el influjo de las vanguardias filosóficas y artísticas, vieron la necesidad de definir una identidad continental e incluso de reivindicar la validez y vigencia de una cultura original surgida del drama de la Conquista. Algunos como el argentino Jorge Luis Borges y los mexicanos Antonio Caso y Alfonso Reyes plantearon el problema volviendo los ojos a sus realidades más próximas y nacionales para acabar proyectando sus especulaciones sobre la condición humana y establecer que la historia universal es la historia de unas pocas metáforas o apariencias, en cuyo corazón late el mito que se expresa a través de una memoria o identidad colectiva. Otros, como el peruano Juan Carlos Mariátegui, formularon la cuestión en términos político-sociales y los negativos efectos sobre los individuos y los pueblos que conforman los países provocados por la intrínseca perversión de los sistemas de poder.
Para el cubano José Lezama Lima, la historia había alejado al hombre de lo Absoluto precipitándolo en la causalidad, en la pluralidad individualista y en las limitaciones espacio-temporales. Esta idea, surgida de la crisis del racionalismo positivista y el progresivo divorcio entre la ciencia y el humanismo, se traducía en Lezama Lima en un proceso histórico dividido en varias eras imaginarias –caída, expulsión, pérdida, aspiración a los orígenes, etc.- que, en tanto reflejo del Todo, permitían una interpretación de lo temporal histórico. La última de esas etapas imaginarias correspondía a su compatriota José Martí y a la Revolución Cubana, que, en su interpretación, era producto del triunfo de lo incondicionado sobre lo causal.
Siguiendo este hilo de pensamiento, el cubano Alejo Carpentier, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el venezolano Arturo Uslar Pietri formularon lo real maravilloso como expresión de una identidad latinoamericana joven y vitalista frente a la decadencia europea occidental. Una identidad hecha de contextos –raciales, políticos, económicos, culturales, etc.- y de mitos enraizados en la sojuzgada alma indígena.
Esta idea de una identidad por descubrir y formular a partir de una realidad auténtica llevó al mexicano Octavio Paz al encuentro de la historia y el presente de su país (“Laberinto de soledad”). Esa realidad le descubrió un hombre desgarrado y huérfano por la acción de la conquista primero y la independencia después y el entramado de palabras que enmascaró y tergiversó su realidad hasta situarlo, como pueblo, en la periferia del mundo desarrollado occidental.
Desde esta condición del mexicano interpretó que la soledad era compartida por el continente y por la mayor parte del planeta como consecuencia de las derrotas de la Razón y la Fe, de Dios y la Utopía. Paz proponía entonces al mito, el amor, la fiesta y la poesía como vías para superar las limitaciones de la realidad histórica y acceder a la vida verdadera.
En el trazado de una línea existencialista también se dieron las reflexiones de Ernesto Sábato y, en particular de Héctor Murena, quien (“El pecado original de América”) realizó uno de los estudios del estado existencial más despojados de la realidad moral de los individuos latinoamericanos y, en particular de los argentinos. Murena veía a éstos como europeos desterrados, individuos alienados o desposeídos que, al margen de la historia, buscan su lugar en un mundo que les es extraño. Y como, Alfonso Reyes, reivindicaba una suerte de parricidio intelectual como fórmula para el nacimiento de una identidad propia capaz de generar el bienestar y la independencia.
Esta dura realidad tuvo su correlato descarnado y próximo a la crueldad en “Lima la horrible”, de Sebastián Salazar Bondy, que antecede en unos pocos años al ensayo magistral de Eduardo Galeano. A partir de las corrientes precedentes, tanto filosóficas como sociológicas, orientadas a desentrañar y explicar la realidad latinoamericana, Salazar Bondy realizó una profunda exploración de la capital peruana que, como años antes había hecho el argentino Ezequiel Martínez Estrada en la “Cabeza de Goliat” respecto de Buenos Aires, exponía los graves problemas sociales y estructurales que aquejaban al país. Un pueblo que, según él, se hallaba perdido en la nostalgia de un pasado fraguado en la historia escrita por las clases dominantes.
El triunfo de la Revolución Cubana dio paso a una mayor preponderancia de quienes veían y buscaban narrar la historia –ensayística y literaria- desde el punto de vista de las clases desposeídas. La idea capital de los liberales que fundaron las repúblicas sobre la base de progreso como resultado del triunfo de la civilización sobre la barbarie (“Facundo”, de Domingo F. Sarmiento), empezó a tomar un cariz totalmente opuesto.
Mario Benedetti lo apuntó en “El país de la cola de paja” y Roberto Fernández Retamar lo acabó de trazar en “Calibán. Apuntes sobre la cultura en nuestra América”. En ellos, la barbarie era identificada y reivindicada como expresión inocente del hombre americano frente a la civilización, encarnación de los intereses depredadores generados por el colonialismo y el capitalismo. De este modo quedaba restaurada la dicotomía entre el mito y el logos, la vida y la razón o la ciencia; las culturas autóctonas frente a las foráneas desde la perspectiva de quienes lo habían perdido todo.
En 1967, se publicó en Italia un libro de gran importancia, tanto por su rigurosa y científica metodología de análisis, como por el enfoque. “Historia contemporánea de América latina”, de Tulio Halperin-Donghi, que contribuyó de un modo decisivo a la historiografía continental de tipo academicista. Fue en tales circunstancias que, en 1970, Eduardo Galeano sorprendió con “Las venas abiertas de América latina”, un libro que recoge las intuiciones anteriores, pero cuyos lenguaje y propuesta formal marcaron un modo de ver, analizar y exponer la historia hasta entonces inédito.

Tal como se desprende de la polémica suscitada por entonces por el colombiano Óscar Collazos sobre la actitud de los intelectuales de izquierda frente a la Revolución cubana, Galeano tomó partido por aquellos que interpretaron que los hechos que se estaban viviendo debían ser recogidos y llevados a la narrativa con todas sus consecuencias.
Pero a diferencia, no sólo de aquellos escritores que consideraban que el compromiso ideológico era parte de su compromiso con el arte sino también de aquellos otros que habían creado una retórica de la denuncia “revolucionaria”, Galeano definió un género, en la línea del nuevo periodismo iniciado por Tom Wolfe en “Rolling Stone”. Un género en el que la denuncia, la crónica periodística y la narración literaria conforman una fórmula indivisible para indagar y exponer la realidad.
De aquí que la denuncia, el mito, la historia, los hechos cotidianos, etc., concurran en sus escritos con naturalidad. No existe una diferencia fundamental en sus dos mayores obras, “Las venas abiertas” y la trilogía de “Memorias del fuego”. Su planteamiento formal es apenas un recurso editorial, pues en ambas, el tono expositivo y el lenguaje abordan un mismo y definitivo argumento, la vida, individual y colectiva del hombre americano.
A diferencia de la historia del “establishment”, que se edifica sobre la nostalgia del pasado para divinizar el orden constituido y fragua los hechos en función de los intereses de éste valiéndose de un metalenguaje que sólo los sacerdotes dominan, la historia que narra Galeano parte no de la gloria del prócer sino de la angustia y la miseria del presente y se adentra en el pasado para descubrir las causas del dolor y la marginación.
En correspondencia con este propósito, el estilo no puede definirse por la opacidad de un lenguaje selectivo, sino por el código común de la memoria colectiva; de la memoria viva sin máscaras ni ocultamientos capaz de revelar la verdad de mito, el conocimiento en su plenitud para corregir una realidad que discurre al margen de la felicidad.
No puedo decir que hay un Galeano narrador y otro historiador. En realidad, hay un Galeano rapsoda. No digo juglar, pues éste es el que cuenta la historia del héroe epónimo; digo rapsoda porque éste es el que cuenta la historia fundacional de los pueblos en tiempos en que los hombres luchaban con los dioses para afirmar su existencia en el mundo. El relato de Galeano descubre las caras ocultas por las máscaras y restaura el mito original. No es casualidad que en la escritura de Galeano las fronteras de los géneros se diluyan. La historia, individual o colectiva, es la misma. Y en esto radica su originalidad y su principal aporte al conocimiento de la historia de América Latina.
A diferencia de los costumbristas y realistas –incluidos los actuales, desde los cultivadores de «realismo sucio» hasta los llamados poetas de la experiencia-, Galeano plantea a través de sus relatos y de su personal estilo los múltiples caminos que conducen al conocimiento con la esperanza de modificar la realidad. A diferencia de los intelectuales de izquierda que han hecho de la denuncia una mera retórica o adoptan inconscientemente los tics del sistema, Galeano elabora un lenguaje tan preciso como imaginativo y lo textualiza en las formas que mejor proyectan el contenido de su relato.
[i] Texto de la clase magistral dada en la Escuela Superior del Poder Judicial de Cataluña